Era nuestro apartamento en un sexto piso sin ascensor. Y la mujer nos había llamado a cenar antes de las siete de un viernes otoñal. A la mesita colocada entre dos setos que se unían en un ángulo recto. Exactamente, donde un largo pasillo daba un segundo giro. Pero, esta vez, para conectar con la cocinita. Y, a pesar de que la mesa era redonda, estaba colocada entre la nevera y una vitrina.
Cuya incongruencia: y hablo de una cosa circular que ajustada a un rincón, eliminaba la posibilidad de que todos cenáramos juntos. Por lo que dándoles el lugar a las hijas, la mujer lo hacía parada y yo optaba por usar la mesa de otro cuarto. Y ahí estaba cuando bruscamente vibró el timbre de abajo. Asunto que provocó miradas interrogativas, que supongo fueron simultáneas, ya que una estrecha pared, me separaba de la esposa y del resto.
Y por instinto protector, caminé hacia la entrada del departamento. Qué al llegar frente a la puerta, percibí unos pasos que aumentaban de potencia, pero que de forma ilógica, mantenían el mismo tiempo de separación entre ellos. Y eso me hablaba de que, quién sé acercaba era muy joven. Y más preciso no pude ser, porque al quitar los tres seguros, Jacinto ponía su pie derecho sobre el último peldaño. Y todavía sin estar firme sobre el sexto piso, me saludó con una voz distante de fatiga alguna.
É impropiamente, rebasó mi cuerpo, para avanzar hacia el interior del piso. Qué mientras lo hacía, también con poco tacto y sin mirarme, inició un interrogatorio. Y yo que todavía no había tragado el primer bocado de la cena, me costó mucho seguirle, masticar y responder sus inquietudes. Y pasó que al él hacer el obligatorio viraje hacia la derecha, en vez de haber volteado antes a la izquierda, entró a la cocina.
Pero ahora debo puntualizar que Jacinto, menos que un par de décadas atrás, había compartido conmigo la práctica de la mecanografía, en la academia de frente al parque central de mi pueblo. Y que luego, ambos trillamos por rutas no afines. Hasta que supe de su arribo a USA, pero nada más. ¡Bueno! Me dijeron también, que no pasaba de tres meses en Nueva York. Y todo el tiempo que duré para darle alcance en el ‘hall’, él lo usó para saber qué comían mis hijas y en haberse arrimado a su lado, con una buena porción de arroz, frijoles y carne.
Y comía y hablaba. Alejándome la posibilidad de saber el motivo que lo trajo a un sexto piso sin ascensor. Hasta que sacó de un bolsillo de su abrigo una camarita desechable. Cuyo flash no cesó de disparar: a la cena, al postre, a la nevera con la puerta abierta, a los muebles y a las camas. Al cabo de lo cual, nos reveló que él tenía buenas ropas, buenos calzados, prendas caras y hasta varios cientos de dólares para disfrutarlos en nuestro país.
Entonces y siendo obvio que viajaría, me atreví a preguntarle, por el día qué sé iba. ¡Mañana temprano, mi amigo! ¡Así, qué vine para que me preste tú maleta!
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