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Delia de Rubén García García
«Mamá, ¿qué tanto gritaba anoche doña Delia?»
«Nada que tú debas de saber. Son cosas de mayores»
La vecina cantaba y removía la tierra del jardín. Un jardín acolchado por el pasto y una colección de rosas de variados colores. La escuchaba tararear y más de alguna vez movía sus caderas y hombros siguiendo el compás. Su voz juvenil irrumpía en mi cuarto cuando regaba el pasto. Me sonreía en mi cama de solo escucharla. Una barda de poco más de un metro nos separaba.
Los padres murieron.
Allí hizo vida con el Capitán. Hombre de bigote ancho. Lo recuerdo con el uniforme cubierto de insignias, y por su zapateo. Cada pisada era firme, tronadora, como diciendo: ya llegué. Su trabajo en el ejercito consistía en viajar hacia la sierra. Sabía que el capitán la mitad del mes estaba fuera. De los quince días restantes, siete eran de felicidad, otros cinco de indiferencia, enojo y explosión; los tres restantes aparecía una paz y él se iba a la montaña con una sonrisa en la boca.
La casa la enmarcaban amplios corredores en donde vivían frondosos helechos. Al estar en la planicie de un cerro el viento iba y venía como niño con juguetes.
Cuando escuchaba el ronroneo de la camioneta Pawer, salía a recibirlo con abrazos y besos para animarle a que dejase el ceño fruncido. De esos siete días los tres primeros era de mucho cariño. Muy temprano salía del baño y antes de que él se levantase, ya tenía el desayuno. Lo sabía porque los olores se filtraban hasta mi dormitorio. Algunas veces comían en el corredor entregados a la sonrisa y el mimo. Lo mecía en la hamaca y cuando dormía, ella se acomodaba. Una noche, mamá me ordenó regar el jardín. El agua llegaba después de medianoche, Estaban acostados en el pasto, iluminados por un débil foco, más por la luna llena. Escuché que ella decía:
¿Dime que me quieres?
—Sabes que sí.
—Dímelo, anda quiero oírlo.
—Te quiero.
—Dímelo de nuevo, más fuerte.
—Te quiero.
—Esa boca dice que me ama y me siento hinchada. No te puedo negar nada, eres mi bebe. No. Eres mi santo de adoración. Nunca puedo decirte no. Tómame. Quedaron en silencio, sólo el chasquido de besos. Ella sobre él y el reflejo de la luna sobre los rulos de su cabellera que subía y bajaba. Me quedé en silencio. Sabía lo que estaban haciendo. Después entraron a su casa, Delia abrazándolo, él tomado de sus caderas. Para el quinto día el entusiasmo se mantenía, pero sin llegar al furor de los primeros. Salían de compras. Ella atendía la casa y él pasaba más tiempo en el cuartel, de tal manera que llegaba hasta entrada la noche. Seguía solícita y cuando él hablaba de inmediato atendía su deseo. El décimo día era pobre en caricias. Regaba el jardín y por la tarde veía el televisor. Y si cantaba salía la voz sin aquella cadencia de los primeros días. Lo atendía a secas, como si fuese algún visitante. En la mudez de la noche se escuchaban sus voces alteradas: gritos, reclamos.
—Me dijeron que te vieron con otra mujer.
—Son chismes.
—A mí no me vas a ver la cara de pendeja. Ahora sé porque anoche te hiciste el dormido.
—Estás loca. Sólo tuve reunión con mi general y tomamos unos tragos.
Las voces daban paso al silencio, pero más tarde volvían a la carga. Dos o tres noches se repetía la escena, hasta que explotaban en gritos. Eran como diez minutos de refriega. Ruidos como si arrastraran los muebles. Golpes a mano limpia, forcejeo. El zumbido del cinturón y la voz suplicante.
—Ya no me pegues. —ya no. —luego la mudez. Al día siguiente el capitán salía temprano y ordenaba:
—¡Alista la maleta!
Ella volvía a la quietud, volvía a ser la misma, amorosa, servicial y a él se le pasaba el enojo y mientras ella regaba las glicinas bajo la luz de la luna, él volvía a meter mano y ella caminaba hacia la recámara preguntándole.
—¿Compraste el gel de fresa?
Salí de mi ciudad para continuar los estudios en la capital. Regresé para las fiestas de navidad y pregunté por ella.
—Se fue para México.
—¿Se fue con el capitán?
-No, se fue sola. El capitán no regresó. Dice el periódico que hubo muchos muertos en la sierra. Primero venían soldados a entregarle cartas o razones, pero desde hace seis meses que no sabe nada de él.
Dos años después llegó a visitarnos con su nueva pareja. Eran días de asueto, de vacaciones de semana santa, semana para divertirse en la playa. En la noche la casa se llenó de luz y la música se escuchaba hasta después de la media noche. Desde mi ventana vi que estaba sobre el pecho de su pareja, acariciándolo.
—¿Verdad que me quieres?
—Claro… claro.
—Pero dilo, me llena escuchar un te quiero en tus labios.
—Te quiero…
—Mmmm … lo dices sin ganas, como si te obligaran. ¡Dilo fuerte! Anda dilo. Porque cuando lo dices en voz alta, mi corazón se hincha. Así, esa boca dice que me ama y yo me siento inflamada y nada puedo negarte.

Texto agregado el 11-03-2023, y leído por 160 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
14-03-2023 —Mmmmm, leo, vuelvo a leer y sigo pensando en el canto de Delia, en el riego de las glicinas, en el gel de fresas, pero me sigo preguntando si es verdad que al capitán lo mataron en la sierra. —Saludos. vicenterreramarquez
12-03-2023 Un relato que se me figuró bastante verosímil. Lástima lo del maltrato eso sí. Saludos, Sheisan
12-03-2023 El eterno retorno. Me gustó. Saludos. ValentinoHND
12-03-2023 No supe bien si era Dalia o Delia, en todo caso qué manera de galopar esos primeros días, que valían para el resto del mes. El capitán, al parecer, no mantenía el ritmo, y eso de la correa, los golpes a mano limpia y los celos eran verdaderos matapasiones. Qué manera de contar bien las cosas, sendero. remos
12-03-2023 Que bueno Rubén!!!!!!!!!!!!!!!!!margaritas y caramelos yosoyasi
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