Yo había escuchado, hasta ese momento, todo tipo de hipótesis acerca de por qué le pasan cosas malas a la gente buena, desde karma hasta el mal empleo del libre albedrío, azar, error, evolución espiritual, probabilidades, exposición por ingenuidad o confianza, pruebas divinas, el diablo metiendo la cola, destino, profecia autocumplida, universo conspirando, magia negra, envidia, aliens. Pero lo de Andrea fue innovador. Ella hizo un movimiento lineal con la mano.
—Lo que pasa es que no hay un solo dios —dijo—. Hay dos. Uno es de derecha y el otro es de izquierda, y uno de esos te apadrina desde que naciste, pero no sabés cuál, y capaz tirás para el otro lado y le caés para el orto. La menor cagada que hagás y te jodiste.
—Esperá—dije, curiosa—. ¿Las cosas pasan por omisión o por acción de esos dos?
Me miró como si fuera una pretenciosa y le pidiera demasiado.
—Ay, qué se yo. Si yo le pego una patada a este vaso para que se caiga o lo dejo ahí sin cuidarlo y le pegan una patada es lo mismo al fin y al cabo: el vaso me importa una mierda.
Después se terminó la tercera botella de cerveza y, aunque me hubiera gustado preguntarle por qué esos dioses no se intercambian humanos, como quien trueca figuritas, y todos contentos, se quejó de que estaba muy borracha y pidió que no le hiciera caso, que borracha no mentía, pero no se daba a entender. Y se quedó dormida.