Los Caramelos
Jober Rocha
Llevaba exactamente veintiséis años casada con Bernardino. Matrimonio sin hijos, quizás, debido a sus problemas hormonales; aunque nunca habían investigado la verdadera causa. Era de origen oriental, nieta de japoneses que emigraron a Brasil a principios del siglo XX. Sus rasgos eran hermosos: cabello largo y negro, ojos levemente almendrados, labios finos y sensuales, cuerpo esbelto, andar suave y delicado.
Llevaba engañando a su marido exactamente dieciséis años, con el jefe del departamento donde trabajaba. Todo comenzó en una fiesta de fin de año, cuando al terminar la misma, como ya era tarde en la noche, él fue a llevarla a su casa.
Seguramente, por el exceso de tragos consumidos por ambos o, entonces, por la simple presencia física uno al lado del otro, en ese pequeño y hacinado vehículo, el beso resultó natural e incontrolable.
Del estacionamiento, fueron directos a un pequeño motel, en Barra da Tijuca, de donde solo salían en la madrugada.
Al llegar a casa, todavía encontró a Bernardino desayunando. Era fácil hacerle creer que se había quedado a dormir en casa de un compañero de trabajo a causa de la huelga de autobuses, que había ocurrido de repente y sin previo aviso, como la de la noche anterior.
Como no tenían teléfono, ni el amigo tampoco, no podía decirle que dormiría en su casa – eso dijo a Bernardino, acariciando su cabeza en la que ya se veían algunos mechones de cabello blanco.
Bernardino, preparándose para partir, le dio un beso de despedida y se fue a trabajar como ayudante de sastre, que tenía en una tienda del barrio.
Después de esa primera reunión con su jefe, había sostenido reuniones semanales en hoteles del centro durante dieciséis años consecutivos, a las que ambos asistían a la hora del almuerzo o fuera de horario.
Bernardino, nunca había sospechado nada o, al menos, eso le parecía a ella; desde entonces, nunca había cuestionado sus llegadas a la casa durante la noche ni sus salidas, solas, los sábados y domingos.
Con los años, la gracia y el misterio de una relación extramatrimonial, con su propio jefe, perdieron el atractivo. Salía con él más por costumbre y también para tener compañía durante el almuerzo ejecutivo, servido gratuitamente a los visitantes de ese hotel en el centro de la ciudad.
En cierta ocasión - mientras el jefe viajaba por negocios a Mato Grosso do Sul, donde, luego de cumplir su misión, pretendía hacer una breve visita a la ciudad de Pedro Juan Caballero, en Paraguay, para adquirir algunos pedidos de electrónica hechos por colegas y superiores de división - ella, al abordar un autobús con destino a la residencia, notó la presencia de Alfredo, colega de división que también había abordado el vehículo.
Como el colectivo estaba lleno de pasajeros en esa tarde lluviosa, se pararon, uno al lado del otro, charlando amenamente. Con el paso del tiempo, el movimiento del vehículo y el exceso de pasajeros, fueron bien apoyados, uno en el otro.
El olor a sudor y cigarrillos que emanaba del compañero de trabajo, penetrando poco a poco en su nariz, y la proximidad de sus cuerpos, la emocionaba mucho; de tal forma que, cuando bajaron del autobús cerca de su casa, ya se estaban abrazando y besando.
A partir de ese día, siempre se fue a casa con Alfredo, cuya compañía buscaba, ya fuera en horas de oficina, a la hora del café, del almuerzo o del té.
El jefe, al notar su relativa indiferencia, comenzó a sospechar alguna traición.
Ya no lo buscaba con tanta asiduidad como en el pasado. Cuando él la invitaba a un almuerzo ejecutivo en el hotel al que asistían desde hacía muchos años, ella siempre alegaba algún motivo para rechazar la invitación.
En una ocasión, convencido de que algo extraño estaba pasando, decidió seguirla a la hora del almuerzo. Notó que, ya en la calle, se topó con su compañero de trabajo, a quien le estrechó la mano y le dio un beso en la boca. Después de caminar unas cuadras, entraron a un pequeño restaurante. Después de esperar alrededor de una hora, vio a los dos saliendo del lugar, abrazándose y besándose.
La furia que sintió al darse cuenta de que estaba siendo traicionado por su amante fue mucho mayor que la que eventualmente sentiría si encontrara la misma traición por parte de la mujer con la que había estado casado durante treinta años.
Esa tarde no volvió al departamento, porque, de hacerlo, terminaría agrediéndolos frente a los demás empleados subordinados a él, provocando un gran escándalo.
Fue a su casa a reflexionar sobre qué actitud tomaría de esa realización.
Su sentimiento de autoestima herida era tal que la única solución que veía era matar a lo subordinado, dispararle también a ella y luego, apuntando con el revólver, quitarse la vida.
¡Traición, nunca! murmuró para sí mismo, tomando un trago doble de whisky antes de retirarse a su habitación.
Toda la noche caviló sobre su venganza junto a la mujer que roncaba. Él también tenía ganas de matarla a primera hora de la mañana, pero no lo hizo por temor a que todos los involucrados terminaran reencontrándose en el territorio del más allá y la confusión establecida continuara en esa nueva dimensión espiritual.
Se despertó antes que su esposa y buscó el arma en el cajón del armario. Revisó las balas y guardó el arma en el bolsillo de su chaqueta. Hizo café, tomó una taza y se fue, dando un portazo detrás de él.
En el garaje, con un clavo que había encontrado tirado en el suelo, raspó la pintura de todos los coches aparcados. Como era la última vez que pasaba por allí – pensó, mientras rayaba un BMW plateado – quería dejar huella de su estancia de casi veinte años en ese edificio, donde ya había estado reñido con la mayoría de los residentes, incluso entablando acaloradas discusiones con muchos y breves luchas con algunos.
Después del servicio en los vehículos, se dirigió a los ascensores. Llamó a los dos que atendían el garaje y, en cuanto llegaron, abrió las puertas y empezó a calcar los dos interiores en paneles de madera. Fue entonces cuando, subiendo a su propio auto, salió haciendo chirriar las llantas y pensando:
- ¡Qué me importa, nunca volveré aquí después de que todo haya terminado!
Pretendía llegar antes, esperarlos en la sección y allí mismo cometer el trágico acto. Desafortunadamente, fue llamado por el Secretario General apenas llegó, y tuvo que trabajar con él casi hasta la hora del almuerzo.
Cuando salió de la oficina del Secretario, todos los empleados ya se habían ido a almorzar. Su ira era tanta que ni siquiera tenía hambre. Decidió esperar el regreso, sentado en su propia habitación.
Con la puerta cerrada, sacó el revólver de su bolsillo y comenzó a examinarlo con más detalle: abrió el cañón y sacó la munición, pensando en el efecto de aquellas puntas de plomo en un cuerpo humano. Puso el cañón del arma a la altura del corazón, luego a la oreja, luego se la metió en la boca, sintiéndose mareado por el sabor a aceite y grasa.
Estaba decidido a matarlos a los dos; sin embargo, en cuanto al desenlace final, suicidarse, pensó en cambiarlo por algo menos radical. Recordó, sin embargo, lo que había hecho con los autos en el garaje de su edificio, cuando salió por la mañana. Cuando vieran la noticia de los delitos que había cometido ese día en el periódico del día siguiente, todos sabrían que él había sido el autor de los daños a los vehículos y ascensores. Así, no podía salir con vida de aquel episodio y regresar tranquilo a casa, porque allí seguro, los vecinos lo matarían. Procedería, de lleno, con lo que tenía planeado – pensó - guardando el arma en el bolsillo trasero de su pantalón.
Alrededor de las tres de la tarde vio llegar a los dos. Mirando de cerca, vio que sus cabellos estaban mojados, lo que indica que se habían duchado en un hotel cercano. No dejaba de pensar en las escenas de amor que habían tenido lugar entre ellos, en el jacuzzi, como tantas veces él había hecho con ella en aquel hotel del centro.
Tomado por un acceso incontrolable de furia, sacó su arma del bolsillo y caminó rápidamente hacia los dos.
Los primeros disparos alcanzaron a su subordinado en el pecho y los otros dos, que le siguieron, la alcanzaron en la espalda, mientras ella intentaba, en vano, correr hacia el vestíbulo. Los dos restantes se dividieron entre la cabeza del Secretario General - que había corrido presa del pánico al escuchar los primeros disparos - y su propia cabeza. En momentos, todos estaban muertos en el pasillo de aquella oficina pública.
El motivo de haberle guardado una de las balas al Secretario General recién se descubrió al día siguiente, cuando se registró su escritorio. En una nota dirigida a la esposa, en que explicaba su gesto extremo, decía, entre otras cosas: - “Este maldito Secretario General siempre ha codiciado a mi querida empleada, pero no coqueteando con ella por temor a alguna represalia de mi parte. Al final del día, siempre venía a verla partir, con su vestido corto y sus hermosas piernas al aire, con su escote pronunciado y sus hermosos senos casi saliendo de su vestido”!
En su velatorio se notó la presencia de numerosos compañeros de oficina. Bernardino fue uno de los que más lloró. A todos les dijo, entre lágrimas:
- Ella me amaba mucho. Casi siempre me traía unos caramelos que compraba a la salida del trabajo. Su amor no era como el de muchas mujeres que solo piensan en sexo. Ella era pura y casta; ni siquiera le importaba el sexo. ¡El jefe, por supuesto, la mató porque ella no aceptó sus propuestas indecentes! ¿Qué será de mí ahora, solo, sin sus caramelitos?
En el velorio del Jefe se notó la ausencia casi total de los servidores del departamento. Algunos de los pocos que estaban presentes, susurraban entre ellos, diciendo: - Jefe que murió, se fue. ¡Hay que aplaudir es el nuevo jefe que llega! ¿Seremos ascendidos a finales de este año?
La propia esposa del cacique muerto, sentada en una silla con la nota que éste le había dejado, en sus manos temblorosas, murmuró algo que algunos tomaron por oraciones de contrición, pero que a uno de los presentes, cerca de ella, le pareció que eran simples maldiciones. El nuevo jefe, ya designado, preparaba en casa su discurso de investidura, mientras su mujer ultimaba, con plancha, el viejo y desgastado traje negro.
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