Rebeca
La conocí una tarde cualquiera en algún anden de trenes de cualquier ciudad perdida en la Europa de los ochentas, bien pudo ser el sur de España, o el norte de Francia, o en el Mediterráneo Italiano, o en el nebuloso paisaje de Londres. Pero sin duda fue allí, en un andén de trenes, de una tarde de verano. Apresuró el paso señalándome y dirigiendo sus pasos hacia mi; -¿Rebeca?-, inquirí, nerviosamente, pensando para mí: si es mexicana forzosamente es morena.
Pero no, blanca como la nieve, con los ojos azules más hermosos que jamás hubiera visto en mi vida. Me ayudó allí mismo, con una carpeta liviana en la que acostumbraba llevar mis bocetos.
Esa noche, descorchamos una botella de vino tinto, con la que despachamos algunos trozos de queso y rebanadas de jamón y chorizo.
Por más intentos que hacía no podía dejar de seguirla con la mirada, y de vez en vez, me descubría ella misma, siguiendo el movimiento de sus manos intentando con desdén apartar los cabellos que caían por su cara, la sonrisa sencilla mostrándome unos labios delgados y unos dientes en extremo blancos, y cuidadosamente alineados; su figura menuda enfundada en unos pantalones de mezclilla y la blusa de satín estampada, los hombros estrechos y el cuello largo.
Entrecerré los ojos imaginando aquella diosa desnuda y en mis brazos. 40 años justos, ni uno más ni uno menos, justo también, el doble de los que yo tenia en aquellos momentos.
Cogió un almohadón, lo tiró al suelo, y se sentó reclinándose contra el sofá, recogió las piernas y enseguida las abrazo, apoyando después la barbilla en las rodillas.
-háblame de México- dijo, mostrándome de nuevo los dientes blancos a través de su sonrisa, yo, discretamente contrariado pude entonces apreciar aquellas diminutas arrugas alrededor de los ojos que le daban un aire aún más interesante.
-allí esta-, contesté, con más animo de dejar pasar las horas mirándola.
Hablé desde luego de México, sobre todo, con el afán de mantener su atención puesta en mis palabras, fue entonces que descubrí en aquella mirada, la nostalgia y la melancolía que sin duda alguna eran una carga para su alma. Compartió conmigo la lejanía de su familia, la ruptura con su marido, y la soledad a la que sus hijos -dos varones de más de 16-, la habían condenado al no seguirla; mientras hablaba, no podía dejar de pensar cómo era posible que aquella mujer tan hermosa, pudiera vivir sin compañía.
Obviamente le mostré mis bocetos, algunos dibujos a carboncillo, algunos paisajes en acuarela, reconoció en ellos: la Catedral Metropolitana, el Zócalo, la Alameda Central, la Torre Latinoamericana, así como algunos rostros indígenas, incrédulos de haber cruzado el Atlántico.
Mientras sonreía, no pude evitar el impulso de acercarme cada vez más a ella, ni el deseo también inmenso, de tomar su rostro entre mis manos y besar sus labios… misteriosamente, me dejo hacerlo…
No fue la casualidad la que me llevó hasta su casa; por eso esta tarde, en Cuernavaca, cuando Vicente, su primo, ha venido a platicarme lo del suicidio, he dejado en paz el cuadro en el que trabajaba y como un niño, llorando, me he puesto a recordarla.
¡Rebeca!, tal era su nombre.
En el ambiente flota etérea la voz de tenor: "una furtiva lágrima", otra, también furtiva, resbala silenciosa por la mejilla; en ese espacio de agonía y soledad, la voz atardecida de un Krause, que sin ella saberlo moría también, abandonando a su suerte escenarios de opera, la voz y la presencia casi de realeza, de un Alfredo agobiado en su papel de amante dolido; el cuerpo de ella, remojado en un liquido tibio, y fragante, en la mano un tinto de crianza; las muñecas dolidas, manando lentamente, dejando escapar la sangre; desnuda, la piel tan blanca como un campo de nieve, poco a poco dejándose llevar por ese sueño tan profundo y quieto que no puede conducir a otro sitio tan placido que no sea la muerte.
¡Rebeca!, tal era su nombre.
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