Existe una ley natural que siempre otorgará privilegios a unos pocos por sobre una desafortunada mayoría.
Muchos piensan que es la lucha de clases, el fenómeno que visibilizó los privilegios de unos pocos frente al esfuerzo anónimo de una mayoría. La lucha de clases se fundamenta en los intereses irreconciliables que se producen, supuestamente, en la división social del trabajo productivo de una colectividad. No hay nada más alejado a la verdad, el acto de defender que esta rebuscada teoría pueda explicar satisfactoriamente los efectos de esta gran ley natural.
Estos conceptos, muchas veces llamados principios valóricos, son los relucientes eslabones recubiertos de racionalismos que tratan de explicar los efectos de un gran principio universal. Una ley que pesa como cadena de hierro en nuestros cuellos y asfixia los sueños de superioridad del intelecto humano. Lo cierto es que esta ley, que garantiza individuos con más privilegios que otros o con mejores oportunidades, es una regla natural de todas las especies.
Esto resulta especialmente evidente en la elección de los cánones particulares de belleza de una determinada colectividad. Un individuo será considerado más hermoso mientras sus rasgos sean menos frecuentes en su entorno inmediato. Los ojos oscuros serán mejor apreciados entre individuos de ojos claros. Y esta apreciación una vez digerida por la colectividad será transmitida a las nuevas generaciones. Esto, en otras palabras, determina el privilegio de los individuos a ser considerados hermosos. Los tulipanes de mayor valor fueron aquellos que lucían flores de colores más escasas y extrañas. En otras palabras, su sola escasa existencia implicaban un privilegio implícito. Lo mismo ocurre con unos pocos individuos de una colectividad, cuyos rasgos resultan distintos a los rasgos de la mayoría.
Pero esto no es para sorprenderse, pues el mecanismo elemental que utiliza nuestra especie para identificar, valorar y nombrar lo que nos rodea es la diferenciación. El mecanismo de la diferenciación es el que permite resaltar, a través de los sentidos, las diferencias en los detalles que hacen reconocibles las cosas. Y es este mismo mecanismo el que nos permite también juzgar la belleza de los individuos a nuestro alrededor.
Siempre será un privilegio el ser hermoso y una responsabilidad ineludible ser considerado feo.
Es una cuestión insoslayable que la mayoría de nosotros hayamos nacido con la responsabilidad de ser feos, es decir, con la responsabilidad de empeñar nuestros mejores esfuerzos en tratar de ser, de alguna forma, reconocidos y valorados por nuestros pares; tratar de ser especiales; tratar de ser distintos, para así alcanzar el deseado privilegio de ser considerados atractivos.
Si todos nosotros, que exhibimos rasgos étnicos comunes, nos impusiésemos la tarea de redefinir los cánones de belleza, de modo de ajustarlos a nuestros rasgos característicos, estos llegarían a ser tan corrientes; tan habituales; tan poco escasos que nunca podría ser juzgados como bellos. Lo que le impone, a la tarea de alcanzar el deseado estado de privilegio un empeño estéril. De igual forma ocurre, también con la riqueza. Si todos pudiésemos acumular más dinero del que necesitamos, solo un pequeño grupo de individuos, aquellos que exhiban más lujos entre todos, tendrán el privilegio de considerarse ricos.
La distribución del poder, los derechos humanos, la justicia, la libertad, entre otros muchos conceptos, que actúan como agentes para regular los abusos y mitigar los privilegios son solo elaboradas construcciones intelectuales fallidas. Los falsos pilares que sostiene los fundamentos de las sociedades modernas. Como si el humanismo, con todas sus conceptualizaciones y reconceptualizaciones, fuese la solución efectiva para construir una realidad alternativa que permite burlar una creación que se nos presenta indomable. Por más que nos empeñemos en reconceptualizar desesperados "principios" para explicar estos privilegios, la ley natural siempre termina imponiéndose a las expectativas y a la voluntad del hombre.
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