¡Dominó!
Llevé mi auto hasta un lugar donde no podía continuar. El tránsito por aquellas calles estrechas, bordeadas por casas multicolores con gente que caminaba presurosa, impedía la circulación de los vehículos.
—Déjeme aquí, yo sigo a pie. Espérame debajo de aquel árbol, en la sombrita. -me ordenó el anciano al desmontarse.
Ese fue el primero de muchos sábados que visité aquel barrio. Desde ese día siempre me estacionaba en el lugar indicado para esperar a que él regresara.
Yo me preguntaba a quién visitaba aquel hombre y por qué esos encuentros le provocaban la felicidad que reflejaba antes de dejarlo en el parque del pueblo donde también lo recogía.
Una de esas tardes, seguí sus pasos para descubrir a dónde iba y qué hacía, pues nunca me comentaba. Luego de caminar unas cuadras, entró a una modesta casa rosada, que tenía en su patio -desde fuera pude apreciar su copa- un frondoso árbol. Posteriormente, volví al carro.
Como el pasado sábado se hizo de noche y mi cliente no regresaba, desesperado por la espera, decidí llegar hasta la casa donde lo vi entrar para indagar qué le ocurría. Sin dificultad la encontré de nuevo, toqué la puerta, y me recibió un señor de pelo cano con una edad similar a la de don Remigio.
Estreché su mano y le pregunté:
—Estoy buscando a un señor, don Remigio, ¿lo conoce?
—¿Remigio… Guzmán? Claro, era como mi hermano. ¿Qué pasa con él?
Y sin esperar mi respuesta, continuó:
—Venía todos los sábados a jugar y pasábamos unas horas muy divertidas bajo la sombra del limoncillo. Aunque murió hace unos años, conservamos su silla junto a las de nosotros para que nos acompañe. ¡Lo conocía tan bien que sé que es capaz de bajar del cielo para vernos! Mire la hora que es y aún estamos jugando.
Y me preguntó:
—Y usted, ¿qué relación tuvo con él? Pase, por favor. Le ofrezco un café mientras me cuenta.
Aunque quedé desconcertado con la noticia, seguí sus pasos mientras le explicaba que yo era el taxista que lo trasladaba cada semana; que andaba en el barrio y quise conocer a sus compañeros de juego.
Al entrar al patio lo vi sonriente, sentado en una silla cercana a dos de los jugadores, muy entusiasmado con la jugada final que uno de ellos hizo, quien cuando colocó su última ficha gritó con entusiasmado: !DOMINO!
Él también me vio; abandonó su asiento y caminó hacia mí, diciéndome: ¡Qué bueno que viniste! Siéntate, que ya casi nos vamos.
El dueño de la casa me trajo una silla y la puso retirada del grupo. Lo miré sin atreverme a decirle que quería sentarme junto a la silla vacía de don Remigio, para disfrutar de las partidas. No pasó mucho tiempo para que dieran por terminado el juego.
Me despedí y me alejé en compañía de mi cliente, invisible para ellos. Aunque no me agrada la idea de andar con el difunto en mi carro cada sábado, lo seguiré haciendo porque si una cosa es cierta es que encontré en don Remigio lo que no encuentro en muchos vivos: ¡un amigo sincero y consecuente!
Alberto Vásquez. |