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Lo que me faltaba. Se me pinchó la llanta de la bicicleta. Justo después de haberme estrellado contra el muro de la burocracia y con esto entrar en una nueva era de crisis económica. Sin la cuenta bancaria de mamá, que está lejos del país, no podré gozar de la pensión de papá, que está lejos de la ciudad. Me pesa la cabeza de pensar qué haré para sobrevivir, pero me pesa más por mi hermana, que también dependía de este trámite y está lejos, sola, en el extranjero. Resignado y cavilante, cruzaba el puente y bajo mis pies estaba río susurrante, amarillento y torrencial de verano. El calor estimula su corriente todos los años. Si caigo, desaparecerían todas mis carencias, pensé. Pero mi cabeza estaba tan pesada que no sé si el río me llevaría arrastrando o si me ahogaría en el fondo, como los brujos medievales. La noche era concisa, de un negro apabullante y el sopor de una habitación sin viento. Era perfecta para el vacío. Para él y su inevitable angustia, pues es instintivo el miedo a la oscuridad.

¿Cómo llegué hasta aquí, Pedro? Parece un sueño. La retrospectiva solo me ahoga más en los remordimientos. Olvidé la tarjeta en el cajero por apurado y el celular en el carro por descuidado. La pantalla de mi computadora, quiñada. Un efecto dominó. Mi pie tumbó el colchón extra que tengo al sur de mi cama; y el colchón, el monitor. Luego la billetera con mis documentos. Dónde habrá caído. Y ahora el bendito trámite que me ha quebrado por completo. Con todo perdido, solo tengo tu compañía, aunque tengas la tradición de echarte sobre mí y llenarme de babas. Es como si mi tristeza hubiera tomado tu forma oscura y a veces siento que tus ladridos son mi cólera. Por muchos años has evitado que me levante de la cama a trabajar, que limpie mi habitación, que me ponga a leer como me gustaría. No sé si te quiero o te desprecio, pero estás conmigo cuando no está nadie.

Tomé fuerzas y salí a caminar para reponerme de la pesadez de la desgracia. Pedro se dejó poner la correa, y aunque suele ser flojo por su edad, hoy estuvo animado para salir. Nos dirigimos a casa de mi madrina, saboreando las texturas del barrio. Las pistas rotas, las casas sin tarrajear, el intenso graznar de las bocinas, el ámbar de la luz sobre las carretillas donde venden frituras todas las noches. Cerca de la casa de mi madrina hay un mercado. A estas horas ya se está guardando todo, menos la basura que marcha por las veredas con el viento. Conozco muy bien la vida nocturna. Antes solía perderme con los amigos a beber y fumar en rocolas, en parques o en plena calle. Los estimulantes potenciaron mi negligencia, ¿verdad Pedro? Muchos de mis errores los cometí borracho o drogado. Es característico de la vida de estudiante: cagarla. ¿Pero hasta qué punto puedo dejar la basura del mundo en mi espacio interior? No fueron pocas las veces en que buscaba mi propia revolución y me gritaba “ya, basta, ponle huevos”. Y nada, nunca es suficiente. Siempre vivir con una expectativa defraudada. No soy cristiano, pero lo siento como el vía crucis, solo que las tablas son mis propios pecados o, mejor dicho, mis ilusiones.

Lo único que iluminaba la avenida Caquetá era el chifa Dao. Revisé mi bolsillo y solo encontré tres monedas de un sol. Imposible transformarlas en una cena decente. Quería invitarle un banquete a mi madrina, era lo mínimo que debía hacer por quien muchas veces me alimentó desde que empecé a vivir solo. Resolví comprarle frutas para su ofrenda. Ella practica el budismo. Para nuestras tradiciones sociales es extraño, pero a mí me causa admiración. Desde que somos pequeños, mi hermana y yo la veíamos dejar sus frutas en un tazón, frente a una figura color cobre del Sublime. A veces cantaba, a veces hacía sonar unas campanillas. Por eso, el aroma de incienso ardiendo me es familiar. Ella dice que con estos pequeños rituales sus sentidos ven una complacencia divina, que su mente halla la serenidad que falta en las calles. Los altavoces con cumbia y los mototaxistas bebiendo interrumpieron el recuerdo. Ya estaba cerca.

El arenal cubre de tierra cubre los pies de sus visitantes. A pesar de estar en el corazón de la ciudad, hay rincones a medio construir. La ironía dictó que en aquel rincón incompleto viva una persona de interior resuelto. Tía, dije, la angustia me va a devorar. No resultó nada bien. No podré pagar lo que te debo. Mi hermanita la va a pasar mal. No sé cómo vamos a vivir. Su mirada encendida y preocupada asintió. Se levantó de su sitio y fue a la cocina. Al momento, trajo una taza de té.
— Mira.
Tía, muchas gracias, tenía hambre, dije extrañado, con cortesía.
— No, todas tus angustias son como el té dentro de esta taza. Te lo vas a tomar, la taza se llenará de vacío, pero siempre podrás servir más. Su grabado de flor no cambiará. Habrás perdido mucho, pero aún eres joven, no estás enfermo, ni muerto. Goza de casa y de nuestro lonche, ya verás cómo resolverlo, hijo.
En la mesa, contemplé la flor amarilla. En la mente, encontré a la confusión y la sabiduría enfrentadas por un grito silencioso. La carencia y los errores me pensaron todo el camino. Hasta entonces tenía la vista nublada, sin ver que aún contaba con un hogar y familia, pero la impotencia continuaba. Mi cabeza se desinfló a llantos. Se acercaron Pedro y mi madrina. Ella me consoló. Él estaba muy cansado, jadeaba a duras penas y se recostó sobre nuestros pies. Durmió y no dejó de dormir, incluso cuando fue momento de partir. Era lo último que faltaba. Excavé toda la madrugada. Sobre esta pedregosa situación vi el amanecer. Mis últimas lágrimas llovieron sobre la tierra fértil. Ahora el vacío es un lugar normal.

Texto agregado el 28-02-2023, y leído por 167 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
28-02-2023 Al cuento hay que darle vuelta para que quede perfecto. Pero me gustó. Saludos. ValentinoHND
 
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