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Inicio / Cuenteros Locales / ValentinoHND / Estampas madrileñas: El día de la vaquilla

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La primera impresión que les causa asombro al llegar a Villavieja, poblado erigido a mediados del siglo X después de Cristo, es enterarse de que las casas se asientan en la viva roca, de donde emergen imponentes y originales sus paredes de piedra. De los gruesos dinteles cuelgan, adornándolos, coronas de ajenjo envueltas en cintas rojas, que según la tradición sirven para alejar el mal de ojo. Lo segundo es la certera sensación de haber encontrado un portal incorpóreo de los que el bardo Tolkien suele cantar magníficamente en sus cuentos godos. Sienten que por fin han llegado a esa maravillosa Tierra Media de árboles andromorfos, dragones hablantes de cuatro patas y ogros gordos de tierra. Como en ésta, aquí el silencio se transforma en un espectro devorador que se alza hasta la altura de las nubes y engulle a totalidad la atmósfera de la comarca.

–¡Jolines! –exclama la mujer, una andaluza grácil que radica en Madrid capital, al tiempo en que baja la voz, como si tuviera miedo de ofender la irremediable belleza y antigüedad del entorno–. Y pensar que yo suponía haberlo visto todo ya por Youtube. Pero entonces te das cuenta que si levantas el culo del diván y pones un pie afuera de la ciudad, tus ojos no se cansarán de ver semejantes grandiosidades. En qué mundo vivimos.

–Es un lugar de ensueño –dice satisfecho el hombre, que, por un momento, parece sorprendido–. Espera, Marisa; mira: ¿Pero esto qué es?

–Es un lavadero –le contesta–. De los de toda la vida.

Suben un poco más mientras rodean las faldas del pueblito; enseguida encuentran otro monumento, uno de seis columnas de piedra que forman un rectángulo grande. Una pileta picada también en piedra descansa a un lado.

–Espera, mujer –la reconviene Santi–. No me lo digas. Parece prehistórico, a mi juicio, un menhir. ¿No? ¡Qué va! Lo buscaré en la guía de turista. Aquí dice que es un “potro de herrar”. En fin, que ando bastante mal de Historia.

En tanto caminan pasmados por la aparente suavidad del clima, se topan con el bar del pueblo.

–No me jodas –exclama Marisa, señalándolo; comienza por deletrear mentalmente: “B-a-r-El-Du-en-de”. –Y de color verde, ¿eh? Vaya peculiaridad. Vamos a por un poco de comida y agua. –Se para frente a la taberna. –Pero éste no tiene una corona de ajenjo rojo en la puerta como los demás. ¿Por qué será? –concluye preguntando.

La taberna se ubica en una esquina cuesta abajo. Su arquitectura difiere del generalizado aspecto calizo y medieval y tiene más bien ese aire utilitario de la metrópoli madrileña que lo hace desentonar con el resto de las edificaciones. Sorprendentemente acogedor, recoge la estampa –en una representación más universal–, de aquella mítica cantina del no menos célebre filme ochentero de finales del siglo XX, “El hombre lobo americano en Londres”. Si ustedes lo recuerdan, el filme narra la historia de dos chicos norteamericanos, por demás imprudentes, que, perdidos en la inmensidad rural anglosajona, llegan a un antro de pueblo donde son advertidos sutilmente por los lugareños de que un terrible peligro se esconde en las blancas brumas de esa olvidada tierra.

No ocurre lo mismo con Santi y Marisa, que pisan su propia tierra, aunque algo extraña para ellos, es cierto, dada la sujeción laboral y la concupiscencia de las inacabables fiestas de la capital. Si han acometido este viaje de senderismo, es porque el sueño de Santi, que nació en la gallega ciudad de Oviedo de un castellano-leonés venido a menos, consistía en escalar los dos mil cuatrocientos metros de altura de las cumbres nevadas de los Montes Carpetanos, una aventura que alguna vez escuchó en boca de su padre, cuando éste alababa la ferocidad del indígena Indibilis contra las tropas cartaginesas y después romanas.

«El mito dice que peleaba con el ardor del lobo.»

Santi y Marisa rozan la medianía de edad y, a pesar de haber disfrutado de una larga adolescencia, ya el cuerpo comienza a reclamarles algo de armonía, reconcomio que han volcado hacia la conquista de la Naturaleza con la práctica del senderismo, al principio de los suburbios y últimamente de los confines de la Comunidad. De algún modo, esta actividad que exige una gran voluntad de sus cuerpos, los hace sentir más “humanos y humildes”, más apegados a la “realidad de la vida”. Al llegar al bar, se sienten familiarizados, como en casa. Santi no tarda en descubrir una placa de cobre, cubierta por una pátina verde, que cuelga de una alacena; hay trazos legibles en ella; Santi deduce que están escritos en latín:

«Hic sunt reliquiae Villae Antiguae, Carpetanorum Montium, ex tribu pacata Carpetanorum, luporum domus, et minotauri terrore Carthaginiensium et Romanorum. Sense, fuge, egredere quantum potes!»

–Tribu Carpetanorum/luporum domus/ terrore Romanorum –balbucea, sonriendo para sí mismo, dándole en secreto la razón a su padre. «La tribu de los carpesios, hogar del lobo, terror de los romanos», traduce por medio de su lógica lingüística.

En lo alto de la pared, un televisor, “el alma del salón”, hace juego con una máquina tragaperras que no cesa de emitir lucecitas de neón. Tres mesas de madera curada flanquean una barra alta y extremadamente limpia.

No contento con los resultados de su traducción, Santi saca el teléfono y comienza a escribir las enigmáticas palabras en el motor de búsqueda.

Marisa pregunta atónita:

–¿En dónde está la gente?

Aquel lugar, aquel pueblo es un monumento a la paz y la soledad; se halla situado en la Sierra Norte, en lo alto del valle de Lozoya, bajo las faldas de los fríos Montes Carpetanos; como en toda estribación europea, en los últimos días de diciembre suelen caer lluvias pesadas y nevadas virulentas provocadas por los efectos de algún anticiclón que normalmente desciende las temperaturas a cero. El agua diáfana de su río, el Lozoya, baja por bosques tupidos de encinares, fresnos, robles y enebros, que en invierno le confieren un intrigante primor, incluso una sospechosa presencia mágica. A lo largo de sus boscosas orillas, pastan con invariable tranquilidad vacas peludas, cabras dóciles, conejos silvestres y ciervos saltarines. A su paso, va embelleciendo a la mayoría de sus pueblos montañosos, prósperos y acaudalados, como el de San Mamés, cuya entrada recibe a los visitantes con un adorable puentecito y una fantástica iglesia barroca del siglo XVII. Tres kilómetros abajo de Villavieja, se encuentra una joya arquitectónica que no pasa desapercibida para ningún espíritu aventurero, el amurallado Castillo de La Alcazaba, hogar de Juana de Castilla, a la que sus adversarios llamaban despectivamente «la Beltraneja», infanta castellana, reina proclamada de Castilla y de León y reina consorte de Portugal, que en su mal tiempo fuera acusada de adúltera e igualmente destronada y arrebatada de todos sus títulos.

Una repentina tormenta de nieve cubre las altas cumbres y enfila su rumbo como un revuelto enjambre de abejorros hacia las laderas, apoderándose de los callejones empedrados del pueblo. La caída de copos furiosos le da un toque de misterio y pavura a los desfiladeros.

–No lo sé –responde Santi, que sigue manipulando el pequeño ordenador. Alza un poco la cabeza y despunta a sentir un olor extraño–: Tampoco logro ver a nadie. Sabes, Marisa, tengo una premonición. Siento que algo no anda bien.

Marisa se cansa de buscar al mesonero por los pasillos y da dos pasos hacia la ventana, blanqueado los ojos. Apoya su rostro moreno y ovalado sobre el cristal; sus cejas arqueadas, su quijada fina y graciosa y su acento desmochado, enamoran a primera vista. Su aliento humedece el vidrio. Voltea a ver a Santi.

–No lo entiendo –dice–. Parece un pueblo fantasma. Te turba la razón.

De presto, una voz ronca e invisible irrumpe con fuerza desde una pared falsa:

–¿Qué necesitan? –Aunque suena áspera, en el fondo, el timbre vibra con nerviosidad; se muestra desconcertada por la aparición de aquellos desconocidos.

–¡Me ha dado usted el susto de mi vida, señora! –se queja de inmediato Marisa, exaltada por lo repentino de la situación; sus manos tiritan. –Modales, por favor.

Por el talante germánico, agradable de ver en sus ojos claros, nariz recta y boca pequeña, que contrasta con la callosidad de su voz, coligen que es la dueña del negocio. No se mueve ni parpadea. Se mantiene inmóvil atrás de la barra. Sin quitarles la mirada, presta gran atención a sus gestos y balancea de arriba abajo la cabeza.

–¿Qué quieren? –vuelve a repetir, secamente–. No lo diré una vez más.

Aunque el carácter del español moderno peca de franco y directo, y en Castilla de severo y reservado, aquel recibimiento menoscaba los límites de la hospitalidad hidalga.

–Dame unas botanas y un poco de agua –pide Santi, sin ofuscarse.

La mujer abre una puerta oculta en la pared, entra a la trastienda y vuelve con dos bolsas de patatas fritas y una botella de agua purificada. Las sostiene en la mano izquierda; en la otra, carga una escopeta de caza, con la que les apunta.

–Tres euros –dice–. Será mejor que se marchen.

Lo dijo con la mayor seriedad del mundo.

–Oye –le recrimina Santi–. Pero a ti qué te pasa. Sales de esa cueva, vienes y todavía nos insultas, como si fuéramos unos chorizos.

–Qué se marchen, he dicho. O juro que no respondo por lo que pase de aquí en adelante.

–Vámonos, Santi –interviene Marisa, que tiembla ya, con la voz quebrada. –No puedo más.

Santi cierra los ojos y suspira. Está cargado de ira; Marisa lo refrena; ésta coge ya el pomo de la puerta, cuando de pronto un viento glacial le golpea de lleno la cara, seguido de un terrible griterío y una terrible visión que la asusta de tal manera que la echa para atrás. A medida que se abre paso caminando de espaldas, las sillas caen contra el piso una por una.

–¡No…! –grita con la cara pálida, en shock, poseída por el horror y el espanto, mientras cierra la puerta de un aventón; retrocede en busca de refugio–. ¡No me jodas, un hombre lobo!

«Terror de cartagineses y romanos.»

–¿Pero qué dices, mujer? –exclama Santi.

–¡Mira! –vuelve a gritarle, apuntándole con el dedo.

Más allá del húmedo ventanal, un ser deforme, que desde adentro simula la figura de un hombre-bestia, yace de pie, enhiesto, frente al portal. Ha abandonado su misión de horripilar las calles y a la muchedumbre chillona que escapa de él. Su agudo oído le ha alertado del estrepito producido por Marisa y su prodigioso olfato ha olisqueado el aroma fresco de la carne humana. Enfurecido, abre las fauces como para hacerse valer y decide entrar a la fonda. Ahí están Santi, Marisa y la dueña, atrincherados detrás de la barra, trepidando de la consternación. No obstante, en cuanto sus ojos se topan con la de aquellos tres seres débiles, que no hace poco eran furibundos enemigos, su forma cambia por la de un ser mitológico de origen levantino, un minotauro. Bufa de satisfacción, para luego lamerse las manos, mientras afila sus colmillos, largos, que brillan bajo la blanca luz de un foco de mercurio. Así les declara a los tres que no hay más escapatoria que la muerte.

Éstos se echan miradas, primero de miedo, pero después de comunión.

«Hoy es el día de la vaquilla», susurra la señora. «Vieja costumbre».

Asientan con la cabeza. Es una costumbre que llevan en la sangre. Se abrazan. Marisa coge una pata de jamón serrano, con la que hará su defensa. Santi coge un atizador de chimenea y, como el héroe fenicio Melqart, con una rodilla genuflexa, lo apuntilla; también le hace una seña a la dueña del bar, a la que, con los dedos, le hace una cuenta regresiva.

Una última notificación le cae al celular. Santi despierta la pantalla y lee la nueva traducción:

«Aquí yacen los restos de la Villa Antigua de los Montes Carpetanos, de la tribu de los apacibles carpesios, hogar de lobos, y del minotauro terror de cartagineses y romanos. ¡Hombre sensato, huye, lárgate como puedas!»

Presiona el ícono de la papelera y tira el mensaje a la basura. Sus ojos brillan con un color rojo fosforescente. Marisa está más dispuesta que nunca. La dueña del negocio acaricia el gatillo.

«Es nuestra tierra.»

Los copos no escarchan más los solitarios caminos y el sol se levanta para todos en el alto valle de Lozoya; a lo lejos, tras el silbido de una bala plateada, unos gritos sordos de victoria ibérica, “¡Olé!”, recorren gélidos las faldas de las cumbres nevadas.

Texto agregado el 24-02-2023, y leído por 689 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
14-03-2023 Muy bien la ambientación histórica y mitológica de ese extraño pueblo, con su dura arquitectura. Lástima que el hombre lobo minotauro ya no volverá a caminar por las cumbres nevadas de Villavieja, por un silbido de plata. remos
 
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