En sus veintisiete años de empleado de la empresa Carlos pasó por, o —como él mismo se refirió al asunto en ciertas oportunidades— sobrevivió a, varias reestructuraciones de personal, que consistían por lo general en una cantidad más o menos importante de despidos. En esos veintisiete años Carlos —también se jactaba— gozó de ascensos que le permitieron consolidarse en una buena posición económica y merced a los cuales optó por continuar trabajando en esa misma empresa multinacional en busca de progreso teniendo en cuenta que empezó desde bien abajo, es decir como operario de la línea de producción, ya que no contaba con estudios y capacitación específica que en su momento le hubieran permitido aspirar a otros puestos, a los mismos puestos que por la experiencia adquirida, buena predisposición y dedicación pudo acceder con el transcurso de los años. Hubo otros tiempos y Carlos fue un joven que hacía sus primeras armas en el mercado laboral cuando todo era camino ascendente. Pero veintisiete años después vinieron tiempos más duros para la empresa cuando la situación cambió y se volvió difícil; la última reestructuración consistió en el cierre de una planta de producción y hubo una gran cantidad de despidos que afectó a todas las áreas e incluso provocó la renuncia del gerente general, cuyo puesto al fin fue ocupado por una mujer extranjera. Para cuando esto ocurrió tenía Carlos su oficina y cinco empleados bajo su dirección de los cuales, luego de la reestructuración, quedaron dos, lo que ocasionó que al principio él y sus dirigidos tuvieran una carga laboral excesiva aunque estable en apariencia, pero que poco tiempo después y para sorpresa y preocupación del grupo la cantidad de trabajo disminuyó considerablemente y fue entonces que Carlos pensó, o sintió, tal vez por primera vez en la vida, que algo terrible iba a suceder si es que él no tomaba alguna medida para impedirlo, que algo terrible podría sucederle justo a él, que estaba a punto de cumplir cuarenta y ocho años y no se sentía preparado para grandes cambios ni decisiones que implicaran acciones drásticas. Fue así que empezó a hacerse a la idea de que más temprano que tarde se quedaría sin trabajo, y que estaría desocupado durante bastante tiempo, hasta que con un poco de buena suerte conseguiría un empleo menor en alguna empresa pequeña por un estipendio que, como mucho, sería la mitad de lo que ganaba en ese momento. También pensó Carlos que no era improbable que antes de cerrar sus puertas y retirarse del país la empresa ofreciera a algunos empleados planes de retiro voluntario y que él podría aceptar la oferta de presentársele, conque seguiría cobrando un sueldo por un tiempo que aprovecharía para buscar un empleo decente a su medida sin premuras, y que esto sería más conveniente que ser despedido y esperar años para cobrar una indemnización completa que, se rumoreaba, en muchos casos la empresa optaba por no pagar en tiempo y forma, lo que obligaba al empleado a iniciar acciones legales. O tal vez la empresa no cerrara sus puertas y él conservaría su puesto sin más, o acaso fuera despedido y la empresa seguiría adelante sin él y sin los tipos como él, seguramente reemplazados por gente joven que trabajaría más y mejor por salarios menores. Y todo esto no era para Carlos sino un conflicto existencial que lo hizo replantearse la vida y dudar de sí mismo como nunca le había tocado. Aun cuando no había sido despedido ni tenía la seguridad de que ello fuera a suceder, pasaba los días angustiado y deprimido en una especie de limbo, no se atrevía a hablar con nadie de su realidad anímica —aunque solía quejarse de la situación laboral—, y menos con su mujer, pero tampoco le dio por ponerse a buscar otro empleo o intentar una solución mientras tanto, incluso siendo testigo de cómo otros renunciaban y se marchaban sin más por el solo hecho de no sentirse cómodos con la situación o por suponer, como él mismo llegó a suponer, que las cosas ahí no daban para más ni mejorarían a corto plazo; para algunos la vida continuaba mientras que para Carlos el mundo parecía acercarse a su fin; le habría encantado renunciar e irse dando un portazo, lo normal, pero no solamente no se sentía en condiciones de hacerlo, sino que la mera idea de hallarse desocupado lo aterrorizaba.
Algunas noches cuando dormirse le costaba horrores Carlos iba hasta el living, se servía un generoso vaso de whisky y se sentaba frente al televisor a un volumen apenas audible. En cierta ocasión, con el vaso en la mano frente a un reptil enorme que andaba pesado a la orilla de un río junto al cadáver de un animal con cuernos, recordó que hacía mucho tiempo que no hacía el amor con su mujer. Tal vez fuera eso lo que necesitaba: hacer el amor, como antes, sacarse esas cosas de la cabeza, tomarse la vida de otra manera. Enseguida recordó también las últimas vacaciones en una playa extranjera, el mar azul y el cóctel preferido de Elena y un intercambio verbal acerca de la importancia de la aceituna en el trago, ambos viendo admirados lo adulto que estaba Franco tirados bajo una sombrilla; pero esa escena le trajo el pensamiento de que no habían ahorrado lo suficiente como para enfrentar ahora el despido y el hecho de empezar de cero, de que Franco a sus veintitrés años era la tercera carrera que empezaba en la universidad privada, del dinero desperdiciado en la educación de un muchacho, su muchacho, que al fin y al cabo nunca supo valorar lo que tenía y ni siquiera sabía qué hacer con su tiempo; no podía culpar al chico por eso, ni a su mujer, aunque ellos vivían demasiado al margen de la realidad con la que él tenía que vérselas. Muy atrás quedaron los días de cuando no quería que su mujer trabajara y de las discusiones que esto generó. ¿Cuánto tiempo podrían vivir ahora con el sueldo de Elena? Estaba claro que se privarían de muchas cosas hasta que él lograra levantar la cabeza. No más dos autos ni vacaciones ni universidad privada ni cambiar su auto cada tres o cuatro años por un cero kilómetro ni cenas en restaurantes ni clases de natación ni pilates ni renovar los televisores y los teléfonos y las computadoras. Dejó el vaso vacío sobre la mesita ratona. ¿Eso era todo lo que tenía? ¿No había nada más? ¿Un departamento bien ubicado —carísimas las expensas— y dos autos? ¿Se estaba haciendo semejante mala sangre por no poder cambiar un puto televisor por otro más grande y salir de vacaciones a un all inclusive para mojarse el culo en el agüita? ¿Podría invertir la indemnización entera en algo que le proporcionara buenas ganancias? ¿Podría llamarse a eso dedicarse a algo, trabajar, ser alguien? Apagó el televisor. De regreso en el dormitorio no encendió ninguna luz antes de meterse de vuelta en la cama. Se acostó de lado junto a su mujer, que dormía boca arriba cubierta con la sábana. Con la mano derecha le acarició la panza haciendo círculos alrededor del ombligo. Fue ampliando de a poco el diámetro del círculo en espiral hasta llegar a las tetas y la pelvis, apenas rozó la vulva por sobre la bombacha, acarició con las yemas de los cuatro dedos los muslos, con el pulgar hizo a un lado la lycra y sintió el pelaje suave, tal vez esperando que ella abriera las piernas; pero murmuró algo que él no entendió y giró dándole la espalda. Carlos quedó boca arriba con las manos en la nuca. Sintió la boca pastosa y el resabio del whisky, además de cierta vergüenza, y cayó en la cuenta de que no había conseguido excitarse ni mucho menos alcanzado una erección. Recordó entonces la última vez que hicieron el amor: ella lo había interpelado por notarlo raro y él le dijo que estaba cansado por el trabajo. De todos modos no estuvo tan mal. ¿Dos y medio? ¿Tres meses atrás? Debió de ser cuando le quitaron a tres empleados sin explicaciones, probablemente un viernes, ¿y cuándo la vez anterior? Se quedó dormido.
A la mañana siguiente se despertó sobresaltado media hora antes de que sonara la alarma del teléfono. Después de la ducha vio que su mujer ya se había levantado, lo que raras veces sucedía dado que trabajaba en una librería en el turno de la tarde y no tenía por costumbre madrugar. Se encontraron en la cocina. Mientras calentaba el café creyó recordar que Elena tenía clases de natación más temprano esa semana. Hablaron bastante durante el desayuno. En realidad se trataba de Aquagym. Antes de salir se dio cuenta de que se había dejado el vaso sobre la mesita ratona, se preguntó si Elena ya lo habría visto; de todos modos ya era tarde para sacarlo de ahí. Habría preferido que ella no supiera que estuvo bebiendo también anoche. En la cuadra de la empresa unos manifestantes mantenían interrumpido el tránsito, por lo que tuvo que dejar el auto lejos y después caminar entre el gentío para ingresar al edificio. Los empleados despedidos tras el cierre de la planta reclamaban el pago de las indemnizaciones. Se alegró por no encontrar caras conocidas entre esas personas que a su paso intentaban reconocer en él a alguna autoridad, o eso creyó. A media mañana llegaron los sindicalistas; Carlos vio desde su ventana un móvil de televisión. Pasó la jornada con poco y nada que hacer, se retiró casi media hora antes y ya de vuelta en casa, en el estacionamiento subterráneo de su edificio, se encontró con —en realidad fue testigo ocular por primera vez de la presencia física de— la vecina de arriba, una tal Verónica. Entonces supo Carlos que Verónica Villafañe, de unos treinta y cinco años, morocha de cabello corto, tez muy blanca y grandes ojos marrones, de estatura más bien baja y —para su gusto— un poquitín excedida de peso vivía en el piso de arriba con su hijo de doce años y su marido desde hacía ya un año y pico. También supo que de ella era el Honda Civic blanco que ya había visto en la parcela contigua a la suya. Sucedió que cuando la mujer llegaba a bordo del Civic Carlos bajaba de su auto; al verlo ella le pidió que se quedara unos minutos para hablar. El asunto resultó ser la rotura del espejo retrovisor izquierdo, que por cómo se dieron las cosas sospechaba ella que el accidente —porque se entiende que fue un accidente y no un hecho intencional, lo aclaró varias veces— casi con seguridad debió de ocurrir en ese mismo lugar y que el vehículo involucrado debió de ser el vecino Ford Focus plateado —es decir el auto de Carlos—, y por lo tanto se preguntaba si él tendría la amabilidad de hacerse cargo del daño y darle los datos del seguro para que cubriera el costo del espejo, que debía ser reemplazado. Lo primero que le pasó a Carlos por la cabeza fue de hecho negarse rotundamente, ya que estaba seguro de no haber tocado el auto con el suyo ni mucho menos y de que de haberse dado el caso él mismo se habría encargado de encontrar a la damnificada para aclararlo todo y hacerse cargo lo más rápido posible —conque la mujer, queriéndolo o no, lo estaba ofendiendo, y si no, si ella estuviera en lo cierto, buenas razones para estar ofendida tendría—, pero antes de hablar recordó que su hijo había usado el coche el fin de semana y el lunes por la noche, que volvió muy tarde, que si bien no era propio de Franco ocultarle algo así, tampoco imposible, dado que andaba muy ocupado con sus exámenes y pudo no haber hallado la oportunidad de hablar, o bien no haber notado las consecuencias del contacto de espejos —que, viendo la posición de ambos autos, de producirse un choque debió de ser espejo contra espejo, y en ese caso el del Focus pudo plegarse naturalmente si el auto avanzaba y el otro espejo romperse con el golpe al no poder doblarse hacia adelante—; lo segundo que le pasó por la cabeza fue que, después de todo, de hacerse cargo él el asunto acabaría siendo un trámite para los del seguro, que él no tendría que hacer nada excepto entregar sus datos a la damnificada, que el Focus ni un rasguño tenía, que buen dinero le cobraba por mes la aseguradora para nada —el auto era casi nuevo y Carlos un conductor prudente y experimentado—; lo tercero que le pasó por la cabeza mientras los labios carnosos de la mujer se movían con las palabras haciendo cada tanto una sonrisa agradable fue la imagen fugaz de ella en cuatro patas como un perrito y él parado detrás penetrándola por el culo. Inspirada acaso en el hecho de que la mujer hablaba y gesticulaba demasiado en una actitud incierta esta última ocurrencia le resultó divertida; entonces sintió el impulso irreflexivo aunque categórico de irse con esa mujer a su departamento en lugar de pasarle los datos de la póliza en ese mismo instante y olvidar para siempre el asunto. Y eso fue lo que propuso y sucedió: subieron en el ascensor y entraron al departamento de Carlos. Verónica Villafañe seguía hablando nerviosa, consciente de que su presencia en el lugar era invasiva y una molestia para el vecino lamentó la situación y pidió disculpas mientras Carlos se metía en algún lado a escribir en un papel lo que debía escribir y su número de teléfono. Se demoró más de la cuenta adrede, como en un juego. Cuando volvió al living encontró a la mujer parada en el mismo lugar, le dio el papel, le aclaró que por cualquier cosa le dejaba ahí mismo el número de su celular, le pidió que lo agendara y le enviara un mensaje para que él tuviera el suyo. Por cualquier cosa —lo repitió varias veces—, uno nunca sabe. Después le ofreció algo de tomar; ella elogió la decoración del ambiente —el departamento era idéntico al suyo—, pero no aceptó la invitación. Charlaron de pie junto a la puerta unos minutos y se despidieron; ya en soledad Carlos destapó una cerveza y encendió el televisor, buscó alguna información de lo que ocurrió esa mañana en su lugar de trabajo. Dejó un noticiero mientras se acabó la cerveza en el sillón. Debía preparar la cena, pero había tiempo. Como a la media hora recibió un mensaje de la mujer y enseguida la agendó como VV. Estaba de buen humor, le respondió nos estamos viendo; se le ocurrió que con esa carita de gato mojado VV pudo haberle mentido, que algún camión pudo golpear el espejo del coche estacionado en la calle y ella utilizar la situación. Ya le preguntaría a Franco. Abrió la notebook y la buscó en las redes sociales.
VV resultó ser ama de casa y amante de la cocina, en especial de la pastelería. Su hijo practicaba fútbol desde muy pequeño, ya con doce años tenía en claro que quería ser profesional; su padre lo llevaba a entrenar durante la semana y los sábados jugaba torneos. El chico pintaba bien y en la familia tenía todo lo necesario. Los perfiles de Facebook y de Instagram de VV eran públicos, lo que no sorprendió a Carlos siendo que ella se dedicaba a las tortas de cumpleaños que ofrecía para la venta; el marido le resultó un personaje insulso, acaso un informático o un bancario de buen pasar dedicado a su trabajo y a su hijo deportista. Imaginó —influido únicamente por las imágenes a las que pudo acceder— que ese hombre pequeño que no llegaba a los cuarenta tendría todas sus cosas en orden y viviría sin sobresaltos mientras VV engordaba aburrida en casa la mayor parte del tiempo. ¿Tendría aquel fulano con esa risita de foto y cara de yo no fui sus amantes como él mismo las había tenido alguna vez? Por cierto, ¿cuánto hacía que no se revolcaba él con alguna empleada de la empresa? Recordó la época del embarazo de su mujer, que solía escaparse con una operaria a un hotelito a la salida, o a los 30, cuando sintió que el matrimonio le había quemado la juventud y se puso a salir con una cuarentona de finanzas hasta que tuvo que dejarla porque había llegado demasiado lejos. Poco más de una semana después del incidente en la cochera recibió Carlos un mensaje de VV que le agradecía lo del espejo, que ya estaba solucionado. Se inició un intercambio más o menos extenso que él finalizó con un nos vemos. Pensó que un polvo entre ambos era posible, imaginó que necesitaba una excusa, un encuentro casual en el estacionamiento como la primera vez, empezaría diciendo que su hijo fue el del choque —todavía no lo sabía—, le diría que no lo estaba pasando bien con su mujer, que se sentía solo, que ella en cambio era buena para la conversación, otro día la invitaría a su casa con algún pretexto y tendrían dos horas, tal vez un poco más. Dos veces salió antes de la oficina con la intención de encontrarla; a la primera halló el Honda Civic estacionado, a la segunda después de veinte minutos de espera en su auto la vio llegar e hizo como que acababa de aparcarse, entonces logró interesar a la mujer, sobre todo en el tema de la cocina, conque charlaron un buen rato como viejos amigos y no se animó él a más. De vuelta en el sofá con su vaso de whisky estaba de buen humor, pensó que la empresa era grande y soportaría la crisis —las crisis son también oportunidades—, que en unos pocos meses las cosas volverían a la normalidad y él conservaría su lugar, un lugar que se había ganado con creces, un lugar que la empresa no daría a cualquiera y que no le sería dado en otro sitio así porque sí. Dos veces por semana salía antes para encontrar a VV y charlar en la cochera y después tomarse en soledad un whisky o una cerveza o ambos en el sofá antes de que llegaran Franco y Elena. Logró dominar el tiempo al punto de estacionar segundos antes de la llegada del Civic. Las demás tardes se dedicaba a revisar las novedades en las redes con el televisor encendido en un noticiero y el vaso servido, o bien miraba pornografía en la laptop y se masturbaba rápido antes de que el trago le cortara la libido. Los sábados marido e hijo la dejaban casi todo el día sola si se daba que no los acompañaba; martes y jueves la encontraba en el auto; algunos viernes padre e hijo volvían cerca de las 8; lunes y miércoles madre e hijo compartían la tarde. Un día la invitó por fin a un café después de la charla en el subsuelo decidido a actuar el guion ensayado —en el guion según la cara de la mujer al oír la invitación él le aclararía que el café, por supuesto, lo tomarían en un bar— y VV se excusó con tal dulzura que Carlos sintió que no poder aceptar la invitación la apenaba de verdad.
Un viernes a la vuelta del trabajo Carlos sirvió lo último de la botella de whisky y se sentó en el sillón con la notebook sobre las piernas. Encendió el televisor y se dedicó a revisar las redes de la vecina. Cuando acabó el trago abrió una botella de cerveza. No había publicaciones nuevas ni estados de WhatsApp, así que se distrajo haciendo zapping hasta que recibió un mensaje de VV que decía que estaba sola y, si no era mucho pedir, necesitaba que le diera una mano. Terminó la cerveza antes de contestar que enseguida estaría allí. Fue al baño a cepillarse los dientes, también se cambió la ropa por algo holgado, de entrecasa, y unas ojotas. Pensó que para la ocasión debía vestirse con algo fácil de quitar —básicamente supuso que había llegado su hora—. VV lo recibió de short y remera, también llevaba un delantal de cocinero. Se mostró abochornada por el pedido de ayuda, necesitaba, le explicó, que alguien colocara el bidón de veinte litros de agua sobre el dispensador, ya que para ella el esfuerzo era demasiado porque tenía problemas de columna. El bidón estaba junto a la puerta; Carlos lo levantó y ella caminó delante de él para que lo siguiera mientras le explicaba que jamás usaba el agua de red para cocinar desde cierto incidente —del que se explayó con lujo de detalles— que sufrió años atrás cuando vivía en otro lado y el nene era un bebé. Al llegar al dispensador vio sobre la mesa de la cocina un sinnúmero de trastos y de paquetes y de comestibles. Mientras él hacía —es decir quitaba el bidón vacío y ponía el lleno—, VV se deshacía en elogios, agradecimientos y explicaciones en un palabrerío que se extendió hasta después de que el trabajo hubiera concluido. Entonces un silencio extraño: él parado junto al dispensador y ella de frente con los brazos caídos pegados al cuerpo. Hubo también un breve cruce de miradas; en el gesto de VV Carlos interpretó, no sin frustración, que ya solucionado el inconveniente la visita debía concluir. Pero la mujer levantó las manos sin separar los brazos del cuerpo, entrelazó los diez dedos a la altura el pecho y le ofreció un café —no lo miró a los ojos, más bien todo lo contrario—, que él aceptó sin dudar. Pero no fue hasta que ella sacó una taza de la alacena, sirvió el café de la cafetera, la calentó en el microondas un minuto y se la dio en las manos sin decir una palabra que Carlos sintió que sobraba en ese escenario o, peor aún, estorbaba. El café estaba amargo y tibio. VV levantó de la mesa un cuchillo grande, cortó un atado de acelga y puso las pencas en una bolsa; Carlos se apoyó en la mesada de frente a ella, la observó separar las hojas, meterlas en una cacerola y llevarla bajo el chorro del grifo, de modo que quedó de espaldas y le miró las piernas blancas y gruesas. Sin darse vuelta ella dijo que era el aniversario de casados y haría una lasaña especial, que tenía poco tiempo. Carlos había imaginado su entrepierna depilada y húmeda, las tetas transpiradas, la había pensado arrodillada mamándosela o cabalgando sobre él, pero nunca se le había pasado por la cabeza una mujer gorda limpiando verdura con descaro en medio del desorden cotidiano de la cocina ni mucho menos una taza de café amargo y frío —¿no es normal ofrecer azúcar?—. VV volvió a la mesa, volvió al cuchillo más grande y le preguntó si le gustaba la lasaña; pero él ya no estaba en concreto ahí parado con la taza en la mano; le sobrevino una idea, más bien un impulso ciego de hacer algo para cambiar las cosas de una puta vez, por una puta vez en la vida. Y esto fue exactamente lo que hizo.
|