BLANCO PEÓN
Yo veía las noticias de la televisión por la tarde, cuando de pronto escuché que golpeaban levemente la puerta, dudando si acaso algún familiar o amigo me visitaba o algún ladrón me quería asaltar. Por precaución, con voz alta pregunté quién me buscaba, y como no me respondieron, abrí ligeramente la cortina de la ventana y pude ver algo blanquecino y ovalado que no logré descifrar qué era. Pegué mi cara a la ventana para distinguirlo mejor y entonces lo ví claramente, su tamaño rozaba con la altura de mis hombros y se balanceaba como si estuviera ebrio: era la misteriosa presencia de un peón blanco.
Le abrí la puerta y se derrumbó en el parqué, con rastros de sangre en todo el cuerpo. No sé de dónde saqué agallas para no espantarme. Tuve la serenidad de ayudarlo a levantarse, pero cometí la torpeza de sentarlo en una silla para que descansara. Reaccioné y lo llevé a la ducha, que era primero a donde había que llevarlo, y me dí cuenta que él no podía asearse por sus propios medios. Entonces, lo bañé con agua caliente y le curé sus heridas. Lo acomodé en el sofá y me hizo un gesto de agradecimiento. Luego recorrió con su cansada mirada todos los rincones de la sala, en silencio y se detuvo en un cuadro de caballos galopando. Sonrió y no tardó en dormirse.
Yo no salía de mi asombro, frente al espejo me toqué varias veces los brazos para asegurarme que no estaba soñando. Relacioné este hecho con mi obsesivo amor por el ajedrez y me pregunté de qué combate habría venido a mi casa para clamar ayuda este pobre peón.
A la media hora despertó y fue a la puerta. Deduje que deseaba irse. Antes que lo hiciera, lo abracé fuertemente, deseándole suerte. Luego a través de la ventana observé que arrastraba los pasos al ritmo de una tortuga. Me causó gracia ver a una mujer huyendo de él cuando se le cruzó en el camino.
Quise seguir viendo la televisión, pero no pude resistir más la tentación. Me puse un abrigo por el extremado frío que hacía y salí en busca del peón para curiosear a dónde iba. Como supuse, por su lentitud no estaba muy lejos cuando lo reconocí a cierta distancia y lo seguí cautelosamente sin ser visto. Se metió por el bosque y tomó una ruta que yo desconocía. Desde niño he frecuentado aquel bosque muchísimas veces y nunca, hasta hoy, había existido esa vía que conducía a un campo enorme en cuyo suelo arcilloso trazaron un imponente tablero de ajedrez. Allí yacían muertos el rey negro, su reina y todos sus súbditos. El viudo rey blanco y una de sus torres contemplaban el escenario desolador y se sorprendieron con el regreso del peón. Cuando oscurecía, los tres cargaron sobre sus hombros a sus compañeros caídos y les dieron sepultura al lado de un riachuelo.
No había necesidad de tocarme el cuerpo para saber si lo que estaba viendo era real o un sueño. Por supuesto que era verídico, como el escalofrío que se expandió por todo mi ser.
Los tres, con sus cabezas gachas, luego de rezar no sé qué cosa frente a las fosas, se internaron en el bosque y tomaron otro sendero que tampoco antes conocía. Los seguí, asegurándome que no me vieran, y ví que se acercaron a una cabaña construída de oloroso cedro. Alguien les abrió la puerta. Yo apuré el paso y me asomé a la ventana abierta que cubría un tul amarillento. Antes que viera el interior, escuché que ese alguien dijo fuertemente mi nombre y acepté su invitación para ingresar.
-Echémonos una partida, ¿qué dice?- me dijo un anciano gigantesco, colocando las últimas tres piezas blancas que le faltaban para completar su hermoso tablero de ajedrez, esperándome para iniciar la batalla nocturna.
Me concedió la escuadra blanca, moví el clásico e4, reconocí sus pieles, era el mismo peón blanco que curé.
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