La señora que vivía en la casa de enfrente falleció hace un año. Yo siempre iba a visitarla y a veces le compraba enseres que necesitaba. No tenía familia, pasaba sus días sola en ese caserón antiguo desde que había quedado viuda. Conservaba un álbum de fotografías. Un día lo sacó de un baúl antiguo y me lo mostró.
No quise ver en ese momento las fotografías de su juventud, experimentaba un leve temor al pensar en los estragos que provocan los años, así que inventé una excusa para poder irme, pero ella insistió hasta que acepté llevarlo a casa. No pude negarme, lo dejé en un estante de la biblioteca y luego me olvidé de él.

Hace un tiempo apareció Eduardo. Me enteré que compró la vivienda en una subasta y la ha estado refaccionado. Alguien me dijo que piensa vivir allí. Nos cruzamos en algunas oportunidades y creo que nos sentimos atraídos el uno por el otro.

Lo invité a cenar. Estoy segura de que vestirá de azul, luego de cenar iremos hasta la casa que ya casi se encuentra terminada, la brisa hará de las suyas y nuestros cabellos lucirán despeinados en la foto que él querrá sacar y que será la primera de un álbum similar al que guardo en un estante de mi biblioteca. Sé que desearé tenerlo aunque ya nadie conserva esa costumbre que todos consideran arcaica.

Ha llegado. No me equivoqué respecto a su vestimenta. Hoy me atreví a mirar las fotografías de la anciana y el marido. Me asombra cuánto se parece Eduardo a ese hombre.
La primera foto muestra a la pareja con los cabellos alborotados por el viento en la fachada de la casa de enfrente, ella con un ramo de flores idéntico al que Eduardo me acaba de regalar.