Coincidimos en un sitio de trabajo, casi ineludible, en esta parte del estado donde vivimos. Y hubo una empatía, de las que son automáticas. Porque la edad y el horario para laborar, fue el peor obsequio que les dimos a nuestros cuerpos. Por aquello de estar siempre de pies, la temperatura promedio del lugar, el ritmo de la faena y el trato recibido de parte de los “boyeros”.
Y en medio de esa vorágine, comenzó a crecer una amistad. Qué cómo todas, sé alimentó del tiempo compartido y el documentarse con los entornos inmediatos de ambos. Y, en esencia, de los defectos y debilidades mutuos. De los vicios de un lado y las carencias del otro. Entonces, arrancó un motor, que no ha parado jamás. Aún, ahora, ya desaparecida la cercanía tan sólida de los primeros once años.
Cercanía que nos empujó cada mañana a servirnos un café de pagos alternados. Que no incluía el consumo suyo de un número de la sempiterna lotería nacional. Negativa mía que le llevó a golpearme con una promesa: ¡Sí mé saco el loto té pago la casa! Después de lo cual, hubo una prolongada separación en nuestra cotidiana rutina. Dónde la salud mía jugó una partida inesperada.
Hasta que un sábado sé produjo su irrupción sorpresiva en lo íntimo de mi hogar. Disparándome con cierto aire de alegría, la noticia de que había dejado de jugar. Así que a boca de jarro, me dijo con cara sarcástica: ¡Mi Jijo Págala Tú! |