Vivir es ir contra la corriente; morir es dejarse llevar por ella.
Hay que hacer mucho para vivir: antes que nada, levantarse de la cama, un trabajo arduo de por sí. Luego viene el sinfín de pequeñas actividades que pueblan el día, que no voy a enumerar porque sería trabajoso hacerlo. Baste mencionar sólo el empleo formal que se erige como pilar de la organización social imperante y que eleva nuestra categoría ciudadana, y a través del cual nos ganamos (o nos perdemos) la vida.
En cambio, morir es mucho más fácil. No hay que hacer nada para morir. Basta con quedarse quietecito donde uno está y la muerte sobrevendrá tarde o temprano, ya sea por inanición o porque uno se detuvo justo a medio cruzar una avenida de fluido y veloz tránsito. El problema del primer caso es que si la muerte se da lentamente, uno no la pasa bien en el transcurso: si deja de comer, al poco tiempo siente que está muerto de hambre, entonces decide postergar para otro momento el ayuno y se alimenta vorazmente, rompiendo de esta manera el ciclo mortal. O peor aún: si se resiste todavía un poco más la hambruna deviene la enfermedad, y el sufrimiento, de esta manera, aumenta. La segunda alternativa no parece ejecutable debido a la brusquedad que viene asociada a tal experiencia, amén de que acrecienta las estadísticas de accidentes viales. Afortunadamente existen terceras opciones, pero es preferible no ahondar en detalles dado lo escabroso del asunto.
En definitiva, lo ideal hubiese sido no haber existido; porque si uno no existe, no tiene consciencia de su inexistencia, de tal modo que no hay nada que lamentar. Lo difícil, y acaso imposible a pesar de la muerte, es dejar de existir cuando el hecho está consumado. En fin…
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