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El moderno autobús se detuvo de repente. El viejo de cabeza calva y entrecejo fruncido divagaba en sus pensamientos hasta cuando el sacudón lo trajo de regreso.

-Final del viaje, amigo. Fue el grito que desde la cabina terminó de traer de regreso a este mundo al hombre de barba canosa y desdeñada que ocupaba solitario el vehículo.

Casi de forma automática un nuevo pensamiento cruzó su mente, se cuestionó el por qué este hombre con el que apenas había cruzado un escueto saludo al inicio del viaje le llamaba amigo. De dónde venía tal familiaridad y falta de formalidad del conductor. Se apresuró a concluir que era una expresión propia de la idiosincrasia del hombre que se notaba que no tenía sus raíces en aquella tierra.

- ¿Hemos llegado? Preguntó el anciano sin prisa.

- No señor, estamos muy cerca, pero hay un derrumbe aquí que no nos deja pasar el vehículo y me toca devolverme.

- Lo entiendo. Repuso el hombre sin alterarse ni un poco.

- Hay dos opciones amigo. Una es que se devuelva conmigo e intente regresar después o la otra es que camine hasta el pueblo. Es como una hora a pie de acá.

Observó por la ventana, el paisaje era verde de varios tonos hasta donde alcanzaba su vista, nada parecía perturbar el ritmo de la naturaleza en aquel paraje. La simetría del paisaje era acompasada por la música de las olas rompiendo el acantilado no muy lejos.

- Creo que voy a caminar hasta allá, me alcanzas mi maleta por favor.

Mientras esperaba a que el hombre sacara su pequeña valija de la bodega reflexionó de nuevo sobre la expresión “amigo”. Pensó en que cualquiera se dice amigo, es una palabra fácil y corta en casi todas las lenguas y así mismo el valor de su significado. Recordó que durante su vida muchos se envanecieron diciéndose sus amigos en tiempos de gloria para desaparecer cuando las tormentas arreciaron arrastrando todo a su paso.

Quienes le amaron fueron tan pocos que los cuenta flexionando los dedos de su mano izquierda, los de su derecha están rígidos como acero, artritis reumática. Ninguno le sobrevive, fueron llamados a cuentas antes que él.

Para algunos la vida larga es la penitencia por sus pecados, ser testigo del final de la historia de los seres amados y no amados se convierte en un hábito tan cotidiano como respirar. Con el paso del tiempo ya ni el muerto ni sus sobrevivientes importan y como el viejo que espera su valija, ya ni a los funerales vuelves a asistir.

-Seguro señor que puede caminar hasta el pueblo- Pregunto el conductor con tono preocupado mientras le entregaba la valija.

- No hay de que preocuparse, mi equipaje es liviano, mi maleta tiene ruedas y yo no tengo prisa, amigo.

El moreno corpulento regreso al mando de su vehículo, con impresionante destreza lo giro en la angosta calzada y tomó rumbo por donde llegaron. Una vez se alejó y el estrepito del motor se diluyó en la distancia, Guarnizo cerró sus ojos, aspiró con fuerza y se detuvo unos segundos a escuchar la música de la naturaleza que dominaba aquel lugar.

Regresando a la realidad que se le presentaba delante arremangó el dobladillo de su pantalón caqui hasta que quedó asegurado en su pantorrilla para adentrarse en el barrizal que el derrumbe había dejado sobre la única vía de acceso a Pomarrosa. Echó la maleta de rodachines sobre su espalda asegurada con su mano derecha atravesada a modo de pestillo en la manija, a la altura de su cuello.

En la marcha sus zapatos de charol se hundían entre el lodo que alcanzaba a teñir incluso sus medias blancas. La fuerza con la que el barro sujetaba sus extremidades era comparable solamente con la fuerza de las manos que salen del averno para arrastrar a los mortales; así de dantesco lo imaginaba Guarnizo mientras se esforzaba para dar cada zancada.

Delante de él una vara de madera, pulida tal vez por los golpes y roces del recorrido de la avalancha parecía firme y noble, como enviada por los dioses para sostenerlo en la calamidad, la tomó en su mano izquierda y la elevó al cielo con un poco de mística para agradecer su aparición.
El hombre confiado mandó la vara hacia adelante, la clavó en el barro y con todo su peso sobre ella se impulsó para salir del fango que lo atrapaba. En cuanto sacó la primera pierna y aumento su apoyo en el pedazo de madera, ésta se rompió como si fuera una astilla de canela. Sin apoyo alguno el viejo se precipitó de cara para aterrizar inerme en el lodo fresco. Por unos segundos no hubo movimiento alguno, fue como si el tiempo se hubiera congelado en ese instante.

Guarnizo sacó su cara del lodo con el ánimo de examinar el desastre, sin embargo, su visión estaba completamente nublada, parpadeo varias veces para verificar si había tierra cubriendo sus ojos, pero no, sus cuencas estaban limpias. Tras un corto razonamiento pudo develar la razón de su ceguera, al sacar la cabeza del barro sus lentes bifocales quedaron enterrados. Se echó a reír como quien escucha el mejor de los chistes. Rió desenfrenadamente en aquel paraje solitario, se carcajeaba como si le estuvieran haciendo cosquillas.

A pocos centímetros de donde su cabeza quedó enterrada yacía una enorme roca, ya que no estuvo en su destino que le rompiera el cráneo decidió sentarse en ella a limpiar su cara ennegrecida por el barro y su ropa antes impoluta, ahora mugrosa. Ahí sentado sin prisa limpiando sus lentes, su cara y su ropa como podía Guarnizo pensó en tantas varas que en el pasado creyó firmes y nobles, en todas esas personas en las que confió hasta su vida y que igual que esta ingrata se rompieron apenas la presión fue demasiada sobre sus espíritus dejándolo sucumbir solo, en el barro del dolor y la desesperación.

Su expresión se hizo nuevamente pétrea, su cara arrugada y sucia volvió a la inexpresión que lo caracterizaba. Comer tierra nunca lo detuvo, al contrario, lo empujó más; esta ocasión no sería la excepción. Se atavió la maleta, tomó impulso y se puso en pie. No más varas, suficientes se han roto en el camino para por fin entender que solo se cuenta con uno mismo para llegar al destino.

El bache de barro quedó atrás, a partir de ese momento el camino continuó pavimentado para el anciano. La música del agua corriendo y estrellándose contra la roca le anunció a Guarnizo que en breve se encontraría con un manantial. Aceleró sus pasos, parecía entusiasmado por su hallazgo aun cuando su semblante seguía rígido, tal como su alma endurecida por la inclemencia de la vida, por la tragedia que cada uno de nosotros reclama como propia y única pero que en realidad es una impronta de la humanidad entera.

Una cascada que nacía en el pico inobservable de la montaña descendía con fuerza, humedecía la roca alisada por la suave fricción de años de roce entre el agua y el mineral que servía de enchapado natural a la vertiente. El riachuelo salpicaba todo a su alrededor, continuaba su marcha por un canal que los ingenieros le edificaron bajo la vía, para morir muy seguramente en un río mayor, o en el mismísimo océano que no estaba muy distante de allí.

Se sentó a la vera del camino donde alcanzaba a salpicarle agua de la fuente, descargó el peso de su equipaje y con la parte de su manga que le quedaba limpia secó el sudor de su cara y su cabeza calva. La caminata había sido realmente cansada, la vía iba en descenso; retener el cuerpo para que no sea arrastrado por la atracción de la pendiente puede ser más agotador incluso que subir la montaña. El destino está al nivel del mar, no muy lejos de allí, la brisa que viene del litoral es tibia y no refresca.

Luego de pensarlo un poco el veterano caminante se quitó la camisa embarrada, la tiró sobre la maleta de rodachines ya desgastados y se dirigió directo al torrente de agua fría que se abría paso entre la montaña. Apoyo sus dos manos en la roca lisa y decorada con musgo, un amague de resbalar lo hizo despabilar para presionar con mayor fuerza sus manos contra la roca. Apenas se sintió seguro sumergió su cabeza en el torrente. La corriente golpeaba su cráneo con la fuerza que la gravedad le impregnaba, el agua no acariciaría a aquel que osaba interrumpir su marcha. Sin embargo, la dureza del chorro que lo bañaba relajaba su cuerpo agotado, no solo por el peregrinar inesperado que le había tocado ese día; sino por el viaje de su vida que lo había traído hasta allí.

No. Guarnizo no pensaba en nada mientras el agua lo golpeaba, su mente estaba en blanco, los segundos se volvieron minutos bajo esa fuente como si la corriente se llevara consigo los recuerdos, los dolores y las desazones de su existencia, breve para el contador del universo pero interminable para el de un alma agobiada por la vicisitud.

Refrescado interior y exteriormente por el manantial siguió la marcha hacia su destino. Debian ser las 4 pm de ese día veraniego, adivinaba Guarnizo interpretando la posición del sol en el cielo. El hombre no portaba reloj ni teléfono para conocer el tiempo exacto en la latitud en que se encontraba. La precisión de su predicción de la hora estaba muy desviada. Guarnizo venía del trópico en donde el sol a las 12 meridiano está en lo más alto del cielo y empieza a recorrer el camino hacia el occidente donde muere pacíficamente alrededor de las 6 pm. No así en ese lado del mundo, recién había ocurrido el solsticio de verano por lo que la luz gobernaba por largas horas y el ocaso no la desplazaba sino hasta casi las 10 pm.

El tiempo era trivial, no había ninguna prisa por alcanzar la meta. Continuó en silencio como es propio de quien anda solo, en silencio como ha recorrido la mayor parte de sus caminos. Durante su juventud manipuló con cierto grado de experticia la palabra, fue un orador convincente. Desplegó discursos de todo tipo, odas a sí mismo disfrazadas de benevolencia o interés hacia los otros. Pero de a poco el tiempo y la suerte del destino lo fueron acallando. Bendita suerte, piensa en su ancianidad, entre menos hablé menos estúpido fui. Por experiencia propia puedo decir que la afición a las palabras es propia de los tontos, una gran ironía es que entre menos inteligencia más ganas de hablar sientes. Ay la vida, tan cínica y burlona.

En su camino se encontró con un resto de hoja quemada que el viento arrastraba a voluntad, intento atraparla como si fuera un niño que juega con lo primero que encuentra. Recordó las cenizas que llovían en su pueblo antaño, tardó un tiempo en saber que su origen no eran las nubes como se veía a simple vista, sino la quema de los cañaduzales del valle del rio cauca. Todos salían a tratar de atraparlas antes de que tocaran el suelo, no importaba el ejercito de infantes que se encargaran de la misión algunas aterrizaban, siempre ganaron la batalla, su número era inconmensurable; las señoras corrían a entrar la ropa de los tendederos como si de un aguacero se tratase. Nada es lo que parece, aquel divertimento que parecía tan natural como la lluvia o el sol no era ningún fenómeno de la naturaleza, era más bien el testimonio del desinterés de los poderosos por el resto de los vivientes y por el mundo en sí. Pero a nadie le importaba, menos a los niños que gozaban de la lluvia negra que cada tanto tapizaba al pueblo.

Varios minutos de marcha siguieron antes de que Guarnizo levantara la mirada para ver en la distancia una figura humana, menuda, femenina, con su cabeza enrollada en un hiyab y vestida como una parroquiana cualquiera con pantalón de mezclilla, subida de pie sobre la baranda del puente que cruza el río grande que Guarnizo supuso que existía, alimentado por el pequeño arroyo en el que se duchó. Era una chica joven por lo que pudo ver, hacía equilibrio para sostenerse y no caer al vacío (aun), no había notado su presencia pues miraba hacia el caudal lento del río ancho.

Guarnizo sin apresurar el paso, como si su destino no le importara o supiera que había tiempo de llegar, se acercó a una distancia prudente para no asustarla. -Hola-. Alertó el hombre.

La chica giró su cabeza, sus grandes ojos negros estaban inundados de lágrimas. -No se acerque señor- Advirtió con nerviosismo. Guarnizo la tranquilizó: “no te preocupes, no lo haré” y continuó -Quería preguntarte a cuánto está el pueblo desde acá-. La muchacha quedó desconcertada, pensó un momento y le dijo: como a 20 minutos, señor-. Guarnizo agradeció la información con un ademán y continuó su marcha. No había dado ni tres pasos cuando escuchó: ¿No me va a preguntar por qué me quiero matar?, sin mirar atrás repuso –Ah, ¿te quieres morir?, pues muy buenas razones tendrás. Si quieres mi opinión, déjame decirte que no es muy alto este puente y el rio tiene poca profundidad por lo que pude notar, lo más probable es que sobrevivas. -Buena suerte- y siguió caminando.

El crujido de las hojas secas que a su paso había dejado le permitió concluir que la muchacha se había bajado del barandal y lo seguía; sin embargo, el anciano continuó la marcha lenta con indiferencia. No tardó mucho en escuchar su voz, aun temblorosa: ¡Oiga señor!, no se detuvo. -Si quiere lo puedo llevar al pueblo-. Sin mirar atrás, ni detener su caminar dijo: Está bien. La muchacha aceleró y se ubicó a su diestra para caminar juntos.

Transcurrieron algunos minutos sin que cruzaran palabra hasta que la muchacha cortó el silencio: me llamo Azahara. -Luminosa- musitó el viejo, el semblante de la joven cambió de inmediato, una sonrisa decoró su cara – Así es señor, y usted cómo se llama-. Me puedes llamar Guarnizo, respondió. -Y que le pasó señor, que está tan sucio- Preguntó la niña. No hubo respuesta.

Pasaron pocos minutos que a Azahara le parecieron horas, no aguantó más y volvió a preguntar: ¿Señor Guarnizo a que viene a este pueblo? La mirada del hombre se tornó profunda, como perdida en el horizonte, no respondió de inmediato. Detuvo su marcha, giró la cabeza hacia Azahara y resolló mientras dijo con tono tranquilo y resignado: A morir, mi niña. A morir por fin. Volvió su mirada al frente y continuó la marcha sin decir más nada. Azahara no se atrevió a preguntar más, aunque tenía mucha curiosidad por entender lo que el anciano había querido decir.

La marcha silenciosa fue aplacada por una pregunta del viejo a la niña. Y dime querida mía, ¿por qué querías morir el día de hoy? La joven abrió aún más sus grandes ojos, no dijo nada de inmediato, ni siquiera giró la cabeza para ver a su interrogador. Uno segundos después contestó tímidamente -por amor, o más bien desamor. Un hombre me engañó, se aprovechó de mí y me dejó-. Guarnizo soltó una risa aspaventosa que sorprendió a la pequeña. Entre admirada y confundida por ver reír por primera vez la cara pétrea del hombre, aunque fuera por su tragedia, la chica detuvo la marcha. -Perdóname, no fue mi intención ofenderte- se apresuró Guarnizo a reponer cortando de tajo la risa.

-Si le permites unas palabras a este viejo que ha vivido mucho más que tú te diré - continuó- el amor real no duele, el amor real solo trae descanso y paz, compañía y alegría. Todo lo que no se parezca a eso es solamente ficción. No es más que el enamoramiento del necesitado o la necesitada que se adhiere a otra persona para encontrarse a sí misma sin éxito, lamentablemente. Ay mi querida niña- pausó para suspirar- morir es un gran regalo cuando llega, pero buscar la muerte por una decepción amorosa es una gran estupidez. Si le das tiempo a la vida, ella te demostrará más temprano que tarde que siempre hay nuevas ilusiones, que aquella pena no durará para siempre y que aquella persona no era digna ni siquiera de tu idea de morir por su causa. El tiempo te dirá que hay mejores cosas que aferrarse a una ilusión y que soltar es necesario para recibir mayores venturas. A medida que te hagas vieja como yo ahora entenderás que Shakespeare era un loco y que morir por amor no es más romántico que vivir por amor, pero no a otros sino a ti misma-.

La miró con ternura y continuó, -mi querida Azahara, brilla como tu nombre, esa es la mejor lección para aquel que te ha roto el corazón, verte brillar fuera de su sombra. Y créeme mi niña que cuando encuentres tu propia luz, muchos querrán brillar contigo, atraerás mejores personas a tu vida-.

Guarnizo reinició la marcha sin decir más. La niña continuó con él. Al cabo de un rato dijo: señor Guarnizo, pero yo le entregué a ese hombre mí pureza, creyendo que sería su esposa, he mancillado mi honra y la de mi familia. El hombre continuó caminando como si no hubiera escuchado, avanzó unos metros más. Por el camino que seguían ya despejado de árboles y montañas se podía divisar sin obstáculos el infinito océano, calmado e inalterable. Guarnizo se detuvo y se sentó a la vera del camino mirando hacia ese infinito como quien no busca nada, pero es sorprendido por todo. Azahara se sentó a su lado, lo vio tan absorto que no se atrevió a pronunciar palabra.

-Amo el océano y a la vez le temo- empezó a decir el hombre sin apartar su mirada del horizonte- Lo he contemplado cientos de veces, lo he navegado, he explorado su profundidad y sin embargo le sigo temiendo como la primera vez que mojé mis pies en la playa. Azahara, el mar es el recordatorio de lo pequeños que somos, de lo limitado que es nuestro tiempo en este mundo y de que no importa cuánto o que hagamos nunca seremos tan grandes como el universo. Entiendo y respeto la fe y las tradiciones, las tuyas, las de tu familia y las de cualquiera; pero querida, tú crees que, a tu dios, al universo o a la inteligencia que lo rige todo si la hay le interesa tu himen roto, crees que eso cambia en algo al mundo siquiera, crees que aquello que llamas pérdida realmente altera en algo el orden natural. Permíteme especular que no-.

Señor Guarnizo, interrumpió la chica- ningún hombre de mi comunidad querrá tomarme como esposa, seré repudiada, yo sé que eso no le importa al universo ni a Alá tal vez, pero sí a los míos, puede entender mi dolor y vergüenza por favor- terminó de decir Azahara con un viso de enfado.

El anciano siguió mirando impávido al horizonte, encontró una ramita seca y la tomó en su mano izquierda. La tierra delante de ellos en la vera del camino donde reposaban de la marcha le sirvió de pizarrón. Escribió allí: “confía”. La joven leyó y guardó silencio. -Ayúdame a parar querida- solicitó el hombre un rato después. Rápidamente Azahara se puso delante suyo, sobre la palabra escrita en tierra y le tendió el brazo para que se apoyara en ella.

Avanzaron un poco más y a la vuelta de una curva divisaron la población de casas blancas, dominada por una iglesia que regía el parque principal. Azahara notó el alivio en el semblante del hombre que ya lucía agotado por la travesía. Se animó a preguntar, -¿por qué me dijo hace un rato que venía a morir acá?- Sin detener la marcha contestó: porque a todos nos llega la hora y algunos tenemos la suerte o no de conocer cuándo será el desenlace.

-Azahara, la vida es como un reloj de arena. A algunos el universo los dota de muchos granos y a otros de pocos, para muchos será suerte lo primero y para otros, lo segundo. Los granos van cayendo al fondo del reloj al mismo ritmo, pero con diferente tono para cada cual. Nada detiene la marcha del tiempo sobre nosotros más que la santa muerte que llega cuando cae el último grano en el cono inferior, si es que la tragedia no lo rompe antes. En mi caso mi querida niña nada perturbó el agotamiento lento de los granos de mi reloj, ningún golpe tuvo la fuerza necesaria para romperlo. – Reflexionó Guarnizo en tono melancólico.

Continuó con su diatriba- Cuando era solo un muchacho, un poco mayor que tú, conocí el amor por primera vez mi querida niña. Pero en la juventud somos ciegos como topos, llenos de orgullo no vemos con claridad lo que el universo nos ofrece y lo dejamos ir; a veces aquello que se va no regresa, el vacío queda para siempre y tienes que aprender a seguir con él. Mi amante se exilió en estas tierras, lejos de mí, tal vez para olvidar que un día existí o para sobrellevar la vida con el recuerdo de nuestro amor. Nunca lo volví a ver, nunca más supe de su vida hasta que recibí un telegrama electrónico en el que me informaron que había muerto y me había legado su casa en este pueblo que ni en los mapas figura-. Azahara estaba encantada de escuchar al viejo, su forma de contar las cosas era cautivadora. No quería que Guarnizo perdiera el impulso y en cuanto hizo una pausa intervino de nuevo: -¿Ha dejado todo para venir a vivir en la casa de su primer amor? Eso es muy romántico señor-.

Una pausa y un suspiro fueron el preludio de su respuesta -No he dejado nada mi querida niña, como a mi primer amor, hace poco el destino me arrancó al amor que elegí y que me eligió durante los últimos treinta y dos años. Era mucho más joven que yo, sabes, pero vivía con un solo riñón desde que vio la luz de este mundo. Estaba signado a vivir poco, me alegra que haya sido liberado de su dolor, pero se llevo consigo el soplo de espíritu que cada día de su vida a mi lado me regalaba-.

Se reincorporó de la tristeza en la que se tornó para exclamar, -pero estoy agradecido, mi pequeña niña. El universo actuó a mi favor siempre. En el momento nos cuesta ver la mano de los dioses en la tragedia, pero tarde o temprano se nos revela su sabiduría. Mi querida joven, a ti como a mí el universo nos habla y nos señala el camino aun en el dolor, si no lo vemos en el momento, nos ofrece nuevas oportunidades una y otra vez. No desesperes, el tiempo pone todo y a todos en su lugar-.
Distraídos por la conversación entraron en los predios del pueblo sin darse cuenta, -vamos señor Guarnizo- lo haló del brazo Azahara al percatarse, - le mostraré la casa del maestro, estamos cerca-. -Cómo sabes que mi destino es la casa del “maestro” y, por cierto, cuál maestro. No entiendo- increpó Guarnizo. -Déjeme y le explico- le dijo la niña sonriente- Ese primer amor del que usted me habló es el poeta Luis de Pomarrosa, estoy segura- continuó emocionada la niña- yo he leído todos sus poemas y hablaban de usted señor Guarnizo, de su amor y desamor. -Pero su nombre era Cristian y no Luis- cuestionó Guarnizo con incredulidad-. Créame señor Guarnizo, son la misma persona- Respondió Azahara.

En tanto la conversación transcurría llegaron a una casa de adobe pintada de blanco con ventanas de madera envejecida y adornada con masetas colgantes desde las cuales descendían entre hojas muy verdes las flores lilas de las veraneras. Parados frente a la casa la niña exclamo con emoción -aquí es señor Guarnizo- El hombre prestó atención a una placa de mármol empotrada en la fachada: “Aquí vivió Luis de Pomarrosa, poeta y amado hijo adoptivo de este terruño”, a reglón seguuido, escrito en la piedra un poema del celebrado autor.

En tus brazos me sentí tan frágil y tan fuerte,
fuiste el hogar que el destino me había negado.
Fuiste la calma que nunca más he encontrado,
y que se esfumó como rocío evanescente.

La noche más oscura para este escribiente
fue aquella en que fragmenté tu alma.
En aquellas horas irreales y desesperadas
nació este contrito poeta, murió el amante.

Como un espejo que se ha roto, nuestro amor
ni por la más experta mano pudo ser reparado.
Como huyen los cobardes me marché derrotado,
desde el paraíso rimé mil versos, no pude hallarte.

Este simple canto es mi canción desesperada.

Guarnizo quedó petrificado. Su mirada fija en los versos tallados en el mármol. Un torrente de nostalgia inundó sus fibras. Trató de contener las aguas que escapaban de sus ojos vitrificados por el tiempo y escondidos tras las gafas bifocales; su esfuerzo fue vano, las lagrimas mojaron sus mejillas y las gotas cayeron hasta el suelo. El hombre no contaba con fuerza ni para enjugar su rostro. -Yo soy Luis, mi nombre es Luis- con voz entrecortada declaró al vacío.

Vuelto en sí, esculcó en los bolsillos de su pantalón embarrado, sacó una llave, caminó hacia la puerta de madera de la casa, calzó la llave y giró la cerradura. Entró y cerró la puerta tras de sí sin mediar palabra, sin despedirse de su guía. No había nada que decir, todo estaba dicho.

Texto agregado el 02-02-2023, y leído por 58 visitantes. (0 votos)


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