La ciudad de México en las horas pico es igual o peor que si desbarataras un hormiguero. Las calles son cordones de vehículos que se mueven en accesos, enganchados por el claxon y la ansiedad. Respiramos polvos con olores que cambian en cada esquina. Arriba, algunos pájaros nómadas, anuncios, antenas y nubes corpulentas que arrojarán cubetadas de agua.
Estoy guarecido bajo una cornisa y la gente corre, algunos ilusos se cubren la cabeza con el periódico. En el local de enfrente están vistiendo a un maniquí con un traje azul y una peluca lacia. En ese momento tu imagen me llama y coincide con tu presencia.
Un carro ronronea frente a mí, que insiste con el claxon, y lo abordo. Iba a besarte en la mejilla, cuando el semáforo cambia a verde y la arrancada es violenta. Con la ceja saludo al viejo auto, quién a diario se rompe el espinazo por ti.
Tomas mi mano y la aprietas, como preguntando «¿por qué no me has hablado?» En un tris, haces un cambio en la palanca de velocidades y la suavidad que me acariciaba se desplaza al volante.
Hablas y hablas y simulo una atención que estoy lejos de tener. Te contesto con monosílabos. Tú sigues la plática como si entre nosotros nada hubiese ocurrido. (es posible que para ti nada pasó) Muestras tu imagen de mujer presurosa, y tu voz corre sin pausas.
¡No quiero escucharte! Me dices que la mañana es fría, que llueve a cántaros, que la polución, el tráfico. «Es mejor que manejes en silencio».
Me miras sorprendida. Antes no te hubiera hablado de ese modo. Pero ahora sí.
Las calles encharcadas detienen el tránsito; el vehículo estornuda cada vez que el rojo obliga a suspender la marcha; y el semáforo se reproduce en cada esquina.
Aquella mañana –cuando por primera vez nos encontramos –, ya te conocía, porque los primos hablaban de ti, de tu sonrisa, de tu cercanía con la música. También sabía del carro, que era viejo, pero ¡qué jamás te dejo tirada a media carretera! de tu carácter tan bonito! ¡Qué tus manos largas iban y venían y retozaban sobre el teclado! La primera vez que te vi estabas sentada en la mesa del comedor y tu cabello bajaba lacio sobre tus hombros. Olías a mañana fresca con café y pan. Tus ojos negros, vivos, te otorgaban una mezcla de paz y sensualidad. Aspiré tu presencia. Te imaginé dentro de mí: fue una delicia enjuagarme con tu aroma a manzanilla y te inventé recovecos y laberintos.
Me conociste con el desaliño de mi barba y ojos adormilados. Te entregué el ropero, el cajón de olores, las palabras rotas, mi insomnio, y esa tristeza adosada. ¿qué me hiciste Rocío! Mi piel cambió de textura, el color viejo se hizo vivo, mis resabios se fueron. Poco a poco pude sentir que dentro de mí había un germen nuevo.
—Luces mejor que cuando te conocí –me decías – antes, parecías frágil y cercano a la lejanía, escondido. Hoy eres diferente y tus manos callosas y viriles me hacen imaginativa.
Era increíble, ¡me tomabas en cuenta!
Tal vez te acercaste por un sentimiento mórbido, pero me suavizaste la piel con tus caricias y mis ojos se hacían brillantes cuando tu mejilla descansaba sobre mi pelo. El tiempo se detenía y me vitalizaba.
Me quitaste las ropas sucias y la barba de tantas noches. Estabas en mí sin estarlo y mi corazón presuroso brincaba queriendo salirse del jarrón. Contemplarte era descubrir el mundo, tener un sol dentro de mí, ¡un asombro! Observar tu carro doblando la esquina me incitaba a seguirlo, a gritarle al semáforo que se quedara en rojo.
Pero fui dejando de ser… hasta que ya no pude ser sin ti. ¡Qué difícil explicármelo! Era como sumergirme en un río sin saber nadar, bracear sin ton ni son, hasta el desmayo, percibir que en el fondo resbalaban los musgos por mis mejillas y cuando al fin alcanzaba la orilla volvía la soledad. En silencio me regañaba, ¿de qué? No lo sé.
Hoy, a tu lado soy consciente de que yo era un papel que con cualquier remolino daría vueltas y vueltas y seguiría girando, aunque el torbellino no estuviera.
Conduces rápido y tomas Insurgentes mientras los charcos aparecen en las esquinas. De la tercera velocidad pasas violentamente a la segunda, sacando una cortina líquida que moja a quienes esperan el urbano. Me miras y te encoges de hombros.
—Como quiera ya estaban empapados, además. No te he dicho, mis manos cada día son más hábiles, ya puedo tocar la tocata en fuga. Sabes de quién es, ¿verdad?
—Déjame en la esquina, por favor.
— ¡Oye, te vas a mojar! Si lo deseas te dejo en el metro. ¿Quieres?
—No, gracias.
El agua fría se escurre por mi cuello, no hago nada para evitar que siga por la espalda. A lo lejos, un muñeco de luz toma la guitarra y saca chispas que se pierden en la oscuridad. A mi lado, un trolebús mueve pesadamente su carga. Es la gente que regresa y busca su cueva.
|