Para poner en contexto la historia que narraré, es preciso conocer el historial de los microbuses antes de los años noventa. Existía una enorme variedad de recorridos, cada cual con sus colores distintivos. Mucho antes, casi en la prehistoria de la locomoción colectiva, surgieron las precarias góndolas, pequeñas e insuficientes para satisfacer la creciente demanda de pasajeros. Las “micros” posteriores no lo hicieron mejor dado el aumento exponencial de quienes se trasladaban por la ciudad. Importante es señalar que los paraderos se hacían flexibles y si bien los microbuses se detenían casi en cada cuadra, surgía una espontánea complicidad entre pasajeros y chofer:
-Páreme por aquí por favor.
Y el conductor detenía su microbús a medias para que el pasajero se lanzara al vacío en un juego de calculados pasos hermanados con la inercia. El asunto consistía en no errar en ese ejercicio para no quedar todo despaturrado en el pavimento. Del mismo modo, el microbús se detenía a mitad de cuadra para tomar a los pasajeros que le hacían dedo. Era un asunto más coloquial, muy acorde con los viejos tiempos en que todo se estaba acomodando con parsimonia, con cierta dejadez, teniendo acaso la peregrina intuición que algún día todo se reglamentaría con códigos precisos, extirpándose de raíz estas domésticas costumbres.
No hablaré de los tranvías ni trolebuses, más sujetos a una reglamentación acorde a sus propias características y por pertenecer a rubros distintos. Ello no obsta para comprender que fueron también protagonistas de una historia apasionante, de rieles y “suspensores” que se asían a esos cables eléctricos que les proporcionaban la necesaria energía para cumplir con sus faenas.
Ya encaminados en este recorrido, regresamos a los años noventa. Un microbús marcha raudo hacia la zona oriente de la capital. Pocos pasajeros viajan esa tarde candente de verano. Casonas y edificios entreverados en la arboleda estival se desdibujan de manera alternada para permitir la aparición de sucesivos paisajes que a su vez dan paso a esa noción de movimiento, distancia y destino.
Algunos pasajeros hojean las páginas de algún tabloide sintonizando su mirada con las vibraciones del vehículo. Es todo un desafío lograr una mediana comprensión de lo que se lee, pero de todos modos, persisten en su empeño, porque quizás es mucho más apasionante que contemplar el rutinario paisaje de todos los días. Un jovenzuelo ha subido al microbús para ofrecer caramelos. Se mueve con dificultad, adhiriendo sus pies sobre ese piso inestable. Es también un ejercicio que pone a prueba su equilibrio. No le va mal. Dos o tres pasajeros intercambian monedas por mercadería y en una parada, el muchacho desciende haciéndole un guiño al chofer.
Se avizora el próximo siglo pese a que la dictadura dio paso hace poco a una democracia en estado de transición. Todos intuyen que los ojos entrecerrados de Pinochet auscultan cada paso de esos “señores políticos” mientras una turbia melancolía debe recorrer sus huesos. Porque perder la elección fue un error no forzado que no estaba en sus cálculos. Una larga historia se desarrollará más adelante y no adivina que caerá en una trampa en territorio extranjero que pudo costarle muy caro. Ahora, la “micro” continúa su largo recorrido, al compás de su historia de pavimentos y paraderos surtidos.
Un señor dobla su periódico para leer las noticias del día. Son letras añejas porque fueron lanzadas en la madrugada, antes que el sol pasara revista a la ciudad. De todos modos, parecen interesar al hombre que extrae un par de anteojos de su bolsillo y se los acomoda bajo el entrecejo.
El público es variopinto. Señoras con aspecto de ir de visita a la casa de algún familiar más encopetado, hombres de terno y corbata y otros vestidos de manera casual, intuyéndose que se dirigen a sus ocupaciones después de un almuerzo consumido con un ojo en ese reloj que no perdona.
Una de esas señoras, rubia y de aproximados cuarenta años, otea el paisaje como queriendo reconocer hitos que le indiquen que su destino está próximo.
Los demás perciben esos movimientos suyos comprendiendo que de un momento a otro se levantará de su asiento, caminará por el pasillo y pulsará el timbre para que se le franquee la puerta de bajada.
Entre lectores distraídos y señoronas admirando las mansiones del barrio alto, el microbús continúa su recorrido con dramática tembladera de vidrios y saltos varios por alguno que otro bache en el pavimento. La señora rubia persiste en sus miradas furtivas. Al parecer, pronto reconocerá el destino de su viaje y se levantará. Alguien tose. Nadie imagina lo que habría significado en estos días su desinhibida acción. Porque, de inmediato, varias miradas punzantes se habrían clavado en sus facciones, otros habrían develado un terror que aunque embozado, se negaría a retirarse de sus facciones y de sus pesadillas. En esos días, nadie intuía que un virus proveniente de las antípodas del mundo pondría en jaque a todo el orbe. Pero es la década de los noventa, democracia aposentada y nuevos tiempos intuyéndose en el ambiente.
Se levanta por fin la señora rubia y como estaba sentada en los asientos delanteros, camina aferrándose en los barrotes y cuando está casi a las espaldas del chofer le pide que por favor se detenga en la cuadra siguiente. El hombre pareciera no escuchar su petición y muy por el contrario, pulsa el acelerador y el microbús cruza raudo esa cuadra y la siguiente y la subsiguiente hasta detenerse tres paraderos más allá.
La faz de la señora se contrae, se enrojece y en un ejercicio en que pondrá en juego su don de dama y la exteriorización de su furia, sólo dirá:
-Con el respeto que me merecen todos ustedes, señores pasajeros, te digo…
Esta pausa es necesaria por la sencilla razón que lo que prosigue está provisto de una singularidad que transita entre el enfado y la comicidad más absoluta. Porque, después de su advertencia hacia los pasajeros que contemplaban con viva atención la escena, se dirigió al chofer, masticando cada una de sus palabras:
-A ti, chofer, te digo que eres un concha de tu madre. El insulto resultó tan aséptico y tan desactivado de esa necesaria entonación que recorta palabras y las funde, transformando la frase en un estilete destinado a herir en lo más profundo al interlocutor. En consecuencia, las risas de los pasajeros surgieron espontáneas, liberadoras y contagiosas. Eso no parecía un garabato, sino una expresión que hasta la RAE habría aprobado.Tanto así, que el mismo chofer río de buena gana con ese insulto que no alcanzó ni a hacerle cosquillas a su honra porque más parecía un simple tirón de orejas.
Fue el corolario para un largo viaje hacia el barrio alto. Desconocía la pobre mujer que una nueva modalidad de paraderos se había puesto en práctica hacía pocos días y se respetaba para no exponerse a alguna draconiana multa.
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