Los frenos inhibitorios habían huido. La botella de vino tinto bebida en ayunas, al no tener nada en el estomago produjo esa sensación de libertad, desenfreno que invade de pronto que la vida es leve y no pesada con lo dijo Milán Kundera en La insoportable levedad del ser
—Atenderme, que voy para allá, mi esposa duerme hasta la cinco y media, hora en que se levanta, tenemos tiempo, es verano.
Ella apago su celular, por media hora pero al abrirlo se encontró con tres llamadas pedidas. No lo pudo imaginar saliendo de su casa que quedaba a más de quince kilómetros, manejando su auto automático, llegando hasta la suya para perpetuarse en aquel amorío que ya llevaba más de diez años.
Aventuras que empezaron aquella noche debajo de la mesa, en que sus pies se encontraron por casualidad, saludándose. Pensó que se había confundido, pero al despedirse le toco un seno y le dio un beso que calculado en los labios casi rozando otra vez su pecho.
Aquello fue el preludio de noches y noches de encuentros furtivos, de sacarse las botas en invierno, rápidas y furiosas, en hoteles cercanos, sin poderse contenerse.
Ella balbuceaba que la monogamia estaba en decadencia, el la besaba con fruición, con deleite, con lujuria.
Ella también a amaba a su esposa. Era una amiga leal, fiel. Al encontrar aquel libro en su biblioteca, dedicado en exclusivo para ella, quedo turbada.
A veces se claudica hasta con la mejor amiga.
|