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mochileo 2005, escrito el 2006.


Fotocapítulo 19: Olas congeladas


Frente al lago y junto a una fogata, cada uno de nosotros bebía cuando vimos unas sombras acercarse. Eran las mujeres de la carpa contigua, nuestras vecinas. Llegaron porque estaban entumidas y, sin que lo pidieran, les convidamos calor humano, charla y alcohol.
Al rato me puse de pie para avivar el fuego. Me retaron porque les tiré el humo encima y tuvieron que moverse. La verdad, estaba disconforme con los puestos y quería una reorganización. Por eso, mientras tosían, me senté solo y bien lejos. El plan dio resultado y ella se ubicó a mí lado, despejaría la duda que tuve en la tarde cuando ella fregaba los platos ¿Aquello había sido un coqueteo o una distracción por el tedio de lavar la loza?

Luego de quemar varios leños, cómo ni cuándo, ambos, de la ebriedad pasamos al estado que viene, luego al otro y al que sigue, que desde ese momento todo se apagó. Estaba nublado, la luna y todo lo que brilla, dormía. En la oscuridad mi único oponente eran sus dientes que con cada sonrisa me vencía un poco. Nos habíamos apartado del resto y caminamos demasiado, de la fogata no hubo más que punto rojo que podíamos tapar con un dedo. No era el mejor lugar y estimaba que mis amigos agotarían su curiosidad 300 metros más allá, pero ya estaba cansado para ir más lejos, y así fue como literalmente y sin litera en la arena nos tiramos.

- Oye

- ¿Qué? –pregunté, sin despegarme de su cuello que para mí figuraba como una coronta de manzana.

- ¿Parece que se salió?

- ¿Ah…? voy revisar.

Menos mal que ella tenía razón y el problema era circunstancial. Era de madrugada a orillas de un lago pre-cordillerano y con un frío que te cagas. Yo estaba sin chaqueta por usarla como colcha, con los pantalones a medio poto. Encontré justificable el impass por no sentir mi quinta extremidad. Además, estaba impermeabilizado. Usar condón me salvaría de un resfriado o de algo peor. Dicen que los cambios de temperatura enchuecan la boca y técnicamente podría sucederle lo mismo.

Luego amaneció, y si faltaba poco o mucho, no sé. Pero era bonito mirar abrazados la quietud del agua, y en las demás perspectivas, a nuestro alrededor, chistoso. El amanecer reveló que estábamos en el centro de un camping familiar.

Caminamos de regreso a nuestro camping, ella se fue a dormir a su carpa y yo me quedé en el mesón, desayunando un concho de cerveza como Andavete. Del portón aparecieron los amiguetes. Eran unos zombis sedientos, es decir, venían en absoluta normalidad. Me invitaron a comprar vino para hacer un harinado y continuar. Estaba muerto. Los acompañe sólo para conseguir algo de comer. Un sorbo y me infecté, me convertí en otro zombi. Y en lugar de prepararme un desayuno continental y dormir, cada vez que la naturaleza me llamaba para vaciar el harinado y las cervezas, sentía un dolor. Lo miraba con pena, pobrecito, yacía en la palma de mi mano como un indefenso gorrión. Yo era lo suficientemente empático para sentir como él, como si un tren me hubiese pasado por encima.

Ya en la tarde, bien descansado. De los 6 amigos que andábamos, 3 querían irse a Caburga para cambiar la mala suerte; como tratándose de una garantía, como si al ir allá conseguirían mujeres en bikini así de fácil, cuando el problema y quién la caga, no era el lugar o la suerte. Yo era de los 3 restantes y prefería quedarme con mi amiga nueva. Ella era mi motivación para quedarme; Miguel me apoyaba porque le dolía el pie; y Benítez porque era el pajero del grupo.

Hicimos 2 equipos y democráticamente optamos dirimir el conflicto con una partida de ocho loco. Esa era nuestra forma de resolver grandes controversias: ¿Quién va a comprar? ¿Quién hace el fuego? ¿Quién cocina? Yo y el Pete, disputábamos la gran final. El quedarse o el irse. Definíamos en un Death Match de ocho loco, con jocker y pistolas.

Pero como dice el dicho; buena suerte en el amor, mala suerte en el juego.

Terminé de empacar y me despedí de ella. Ya llevaba media cuadra de distancia cuando ella me gritó.

–¡Espera! No te vayas! ¡El celular!

Me dí vuelta con emoción. Mi rostro tenía alegría y vanidad contenida. De lejos empecé a gritar mi número.

–¡8…3… 5…7…

–¡No! ¡El mío!

Que idiota. Lo había olvidado. Anoche me pidió que se lo guardara.

Horas después, camino a Caburga, pasamos por Pucón. Nos echamos en la playa. De pronto una idea fue incluso capaz de ponerme de pie y, con la mano que sostenía mi lata de cerveza, indiqué con el dedo hacia la montaña. Les dije, con voz de Arturo Prat.

–Mañana subo esa montaña. ¿Quién me acompaña?– Se partieron de la risa. Para salvar mi honor, agregué–. Entonces voy solo.

Luego me mandé un discurso simpatiquísimo: de la belleza, de para qué vivimos, de que no somos nada, de que todos estamos hecho de polvo de estrellas igual que los volcanes y bla bla. El discurso convenció, curiosamente, sólo al pajero del grupo.

Benítez me acompañó. Pero como él era pajero me acompaño hasta la mitad de la montaña. Se inventó un dolor en el pecho por el mal de altura y me prometió que me esperaría allí. Más tarde al descender al punto de reunión, ya no estaba. Días después supe que había vuelto a Coñaripe con los papis. Que buen amigo, esos son amigos. Si arriba me pasa algo y me quiebro una pierna o caigo en una grieta, me jodo esperando que me rescate un San Bernardo. Ese es Benítez.

Mi travesía escalando fue también un ascenso espiritual. El cruzar las nubes que rodeaban al volcán era como cruzar una neblina helada, pero espesa y pasajera, como si un fantasma de 30 metros atravesara mi presencia. Mi objetivo era llegar a la cima para ver en el cráter alguna burbuja de magma o lo que sea que pueda ver en un cráter. Sin embargo, ya antes de llegar sentía estar recompensado. Las nubes eran una alfombra blanca de esas con pelos largos que imaginas muy cómodas para pasar la noche con alguien junto a una chimenea. También podía imaginar como si estuviera en una isla solitaria y a mí alrededor sólo viera un océano blanco con olas de pronto congeladas.

Me acordé de los demás, saqué el celular y los llamé. Me enteré que lo estaban pasando la raja, que las locas también llegaron a Caburga y que la Coni me mandaba saludos.

Luego de la llamada. Sentado en la nieve pensé: de haber sabido que ella iría a Caburga. ¿Qué habría elegido? ¿Conquistar la cima de la montaña o reconquistar su sima?
La vista sobre las nubes era impresionante y el aire tan puro, demasiado puro, que sentí la obligación de prender el único cigarrillo que llevaba, especialmente guardado, para acompañar lo último de mi leche condensada. Le agregué nieve a la leche y disfruté mi granizado.

Era feliz, era feliz por mi voluntad, por estar arriba de millones de personas y no ser uno más de ese millón de hormigas trabajadoras que nunca llegan a conocer ese paisaje y contemplar esa belleza saltándote a la cara. Viviría para coleccionar recuerdos como este, que espero me acompañen para siempre. Entonces agarré un bolón de nieve y lo metí en mis calzoncillos.

Texto agregado el 10-01-2023, y leído por 271 visitantes. (0 votos)


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