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Los días terminaban en carreras de una calle a otra, unos escapando como ratas y los otros persiguiéndolos como perros. Los policías agarraban a los que se caían o quedaban atrás y a palos y patadas los arrastraban a los carros y los lanzaban dentro. A veces, con potentes focos y apretados en bloques compactos, dos grupos de fuerzas especiales cercaban a un grupo de rebeldes, pero estos rápidamente se dispersaban y se evadían por callejones laterales. Al rato, aquí y allá empezaban a asomarse y con mucha cautela se dirigían a la avenida principal donde, una vez reunidos y reorganizados, volvían a la carga.
Estos conatos finalizaban como a las dos de la mañana, cuando los policías, tan agotados como sus perseguidos, se iban a sus cuarteles o a sus casas. Los protestantes que se quedaban hasta el final se movían solo por inercia, como espectros pululando sin rumbo en una ciudad totalmente a oscuras.
Los edificios eran altos y con fachadas planas, las ventanas y las puertas semejaban manchones negros en mitad de amplios muros grises. En medio de este escenario lúgubre Joaco sólo pensaba en irse a casa a comer algo y dormir. La calle por donde transitaba estaba casi desierta a no ser por unos cuantos personajes que la cruzaban de vez en cuando. Se topó con un par de sujetos que tenían aspecto de enfermos, o drogadictos. Siguió caminando y pensando en lo largo que sería su regreso, pues vivía en los márgenes, a varios kilómetros del lugar por donde andaba y, por supuesto, no había ningún tipo de locomoción. El hambre le debilitaba las piernas y hacía más arduo cada zancada. En eso vio la silueta de alguien que le hacía señas, y se apuró para alcanzarlo. Era Patricio, un tipo con el que años atrás había establecido cierta amistad que, por circunstancias que ahora no recordaba, se había diluido. Se saludaron con cierta desconfianza, cohibidos quizá por la hora, el lugar o la sensación de estar huyendo. Sin embargo, caminaron juntos y conversaron sobre sus aventuras del día. Patricio, más hablador, le contó a Joaco sus impresiones de la protesta y de los enfrentamientos con la policía. Era anarquista, así que para él todo esto de la rebelión era un deleite. Concordaba de cierta manera con las justificaciones sociales y políticas, pero lo que más lo entusiasmaba era enfrentarse con los uniformados, los putos que encarnan toda la mierda de esta sociedad del control, dijo casi sin respirar. Le detalló con gusto el momento en que dio con una piedra en la entrepierna de un policía y cuando el que lo seguía cayó y él volvió a patearle la cabeza. Joaco no supo qué comentar, se sentía un cobarde frente a las proezas de Patricio. Él se limitaba a portar un cartel y a gritar consignas y a correr junto a los demás cuando había que hacerlo. Por lo mismo cambió de tema y le dijo que estaba abatido y hambriento, sobre todo hambriento. Patricio lo miró unos instantes y le indicó que lo acompañara. Cruzaron unos pasadizos angostos y salieron a una cancha de fútbol abandonada en medio de una serie de blocks de departamentos. A un costado, cerca del arco, Joaco distinguió un grupo de personas que conversaban alrededor de una fogata. Vio mesones y bancos improvisados con maderas y bloques de concreto, un fondo olla y un tambor petrolero que humeaba por una boca lateral. Es la cocina, le dijo Patricio, aquí venimos a comer todos los que combatimos, recuperamos fuerzas y nos contamos lo que hacemos durante la batalla. Funciona toda la noche y a nadie la falta algo con qué llenar el vacío de la guata. Puedes aparecerte con un paquete de fideos, o de pan, o de lo que sea y te atienden como rey. Le preguntó si se atrevía a entrar, por supuesto, afirmó Joaco sin pensarlo siquiera, tengo que conocer la Cosuya, agregó, y de paso, si es posible, echarle algo al estómago. Pero hay un problema, le advirtió, no tengo con qué aportar. Tranquilo, le dijo Patricio, y se metió la mano al bolsillo, sacó una bolsita con arroz y se la puso frente a la cara. Con esto entramos.
Un hombre serio y robusto de unos 40 años estaba a cargo de recibir los aportes y racionar la comida. Era el cocinero, el jefe de la cocina. Patricio le pasó la bolsita con arroz y se sentaron en un tablón frente a la mesa. Por el olor se intuía que adentro de esa gran olla había porotos con mazamorra y Joaco se saboreaba. El cocinero de vez en cuando metía brazas en la abertura del barril de lata. Es el horno donde se cuece el pan, le informó Patricio. En las mesas distribuidas en círculo alrededor del fogón tres tipos comían y conversaban mirándose las caras apenas iluminadas por las llamas. Chaquetones gruesos y sucios, rostros ajados, pelos enmarañados, manos y uñas negras, ojos saltones y risas exageradas. Joaco dedujo que la mayoría eran vagabundos. Patricio inició una conversación con el cocinero en voz baja. A Joaco le llamó la atención un joven blancuzco y delgado que contaba la muerte de su amigo. Decía que lo había encontrado en un rincón empapado en sangre por los balazos. No pude hacer mucho porque me seguían y tuve que correr y alejarme, dijo, y continuó, vi otros cuerpos esparcidos por ahí, también una mujer, y otro más allá, cerca de la plaza. Luego encontré a dos juntitos, como abrazados, en medio de la basura. Están matando a mucha gente, acusó, y todos quedaron en silencio, meditabundos. Mientras lo escuchaba Joaco recordó que había visto varios bultos negros en las veredas, pero en ese momento creyó que, así como estaba de abandonada la ciudad, no podían ser otra cosa que montones de basura. Se estremeció al pensar que podían ser cuerpos humanos. Luego intervino Patricio, dijo que había que tener mucho cuidado porque disparaban a diestra y siniestra y no les importaba matar a inocentes. En eso llegaron dos más. Le entregaron una bolsa con harina al cocinero y casi al instante éste les pasó a cada uno un humeante plato con porotos. El siguiente en recibir fue Patricio. Joaco esperaba el suyo, pero no llegaba. Otro tipo, tan sucio y zarrapastroso como los que estaban ahí, apareció sigiloso y recibió su ración después de pasar un paquete envuelto en una bolsa negra. Aunque el hambre le corroía las entrañas Joaco no se atrevía a preguntar en voz alta qué pasaba con su plato. El cocinero agarró dos trapos sucios y los usó como guantes para levantar el fondo olla. Auscultó el interior y anunció que los porotos se habían acabado. Patricio miró a Joaco y lo vio entristecerse. Era injusto. Ellos habían llegado antes, y de los presentes el único que no había recibido su ración de porotos era Joaco. Patricio no dijo nada, pero le tocó el brazo al cocinero y con un gesto de cabeza le indicó que Joaco había quedado sin comida. El cocinero lo miró y siguió en lo suyo, llenando el fondo con agua que tenía de reserva en un bidón. Es nuevo, que espere un poco, refunfuñó. Joaco se puse de pie con intención de abandonar el lugar, pero Patricio lo detuvo. Entonces el cocinero sacó un pan con huevo del horno y se lo pasó con indisimulado desdén. Ahora empiezo a preparar la siguiente comida, le dijo, estará lista en dos horas, más o menos, puedes entretenerte con este sándwich mientras tanto. Joaco miró el sándwich y dudó, pero tenía tanta hambre que dejó sus escrúpulos y su orgullo a un lado y le dio una mascada. El pan estaba calentito y crujiente y el huevo sabroso. Joaco recordó los desayunos que le hacía su mamá, y le asaltaron unos deseos imperiosos de volver a casa. Se terminó el sándwich y dijo que con eso le bastaba, que muchas gracias, pero tenía que irse porque le quedaba un largo camino por recorrer. Nadie de los presentes reaccionó, se hicieron los desentendidos. Joaco se puse de pie y sin saber por qué hizo una reverencia y se apartó de la cocina lentamente. Esperó a Patricio, pero este tampoco se dio por aludido y siguió hablando con los demás.
Joaco avanzó unas seis cuadras y al doblar la esquina vio otra cocina instalada en una plazoleta. La distribución era la misma, el fogón al centro, el tambor humeante, el cocinero y su fondo olla rodeado por mesas y bancos espontáneos. Una señora estaba parada enfrente mirando a los comensales con mucha atención. Cuando pasó por su lado la mujer se le acercó y le habló. Vestía una gruesa bata oscura, quizá verdosa, que cubría un piyama tan raído que no se distinguía el estampado, sólo manchas que en otros tiempos debieron ser figuras coloridas. Hola, le dijo, estoy buscando a mi hijo, es un joven de 23 años, moreno, bajo, viste jeans y chaqueta café. Se llama Boris. Creo que anda con un gorro negro ¿Lo ha visto? Joaco pensó unos instantes, luego le respondió que no, lo siento, no lo he visto. Los ojos de la mujer eran extremadamente grandes y sus pómulos bien marcados. Tenía la cabeza inclinada hacia adelante y el pelo canoso y lacio. Tenía, además, manchas en la piel, pero Joaco no pudo distinguir si eran de mugre o naturales. Cruzaba los dedos al hablar, como implorando piedad o comprensión. Me contaron que la policía está disparando a la gente, dijo asustada. No quiero ni pensar lo que le pueda pasar a mi hijo. Es lo único que tengo en la vida, sabe. Le supliqué que no saliera, agregó, pero es tan porfiado. Pregunté a esos de allá, señaló mirando hacia la cocina, pero no saben nada ¿Seguro que usted no la ha visto? No, repitió Joaco, no lo he visto. Más allá hay otra cocina, le indicó, quizá ellos puedan darle alguna pista. La mujer lo miró extrañada, pero solo un instante, luego se fue murmurando frases que no logró descifrar. Joaco pensó en la descripción que le dio de su hijo Boris, no recordaba haber visto a nadie así. En ese momento sintió el olor a porotos que venía de la cocina, y vio al cocinero llenar el plato y pasárselo a alguien que emergía de la noche.

Texto agregado el 08-01-2023, y leído por 217 visitantes. (1 voto)


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