Levantó sigilosamente la tapa de la caja, atisbando por la rendija; cuando estuvo seguro de que no había peligro, salió de ella saltando a la mesa con la agilidad de un atleta, y bajó nuevamente la tapa para no despertar sospechas. Aferrándose a los pliegues del mantel, que caía hacia abajo por el borde de la mesa cual cascada congelada, fue descendiendo hasta posarse sobre el asiento de una silla. Desde allí no le fue difícil deslizarse por una de las patas hasta llegar al piso. Una vez abajo, miró en derredor alzando la cabeza; no vio a nadie, ninguna mascota, ningún ser humano. Lo invadía una notoria paranoia, inducida seguramente por el terrible hecho que acababa de cometer.
Su minúsculo tamaño tornaba gigantescas todas las cosas. A pesar de sus patitas cortas llegó con suma rapidez hasta un mueble esquinado para guarecerse detrás, en el estrecho y polvoriento espacio entre éste y la pared.
El reloj de la sala marcaba las 16, los invitados no tardarían en llegar; debía controlar su respiración, sofrenar su excitación. Determinó que lo mejor sería permanecer escondido ahí, hasta encontrar una vía de escape segura y definitiva que le permitiera dar rienda suelta al placer de la impunidad. Al cabo de algunos minutos, oyó el traqueteo de pasos que se acercaban desde el otro lado de la puerta de la sala, y luego el accionamiento del picaporte. Sobreponiéndose a su temor, se asomó por un costado del mueble para ver a las personas entrando, ajenas al estupor que lo invadía y enfrascadas en sus charlas despreocupadas y frívolas; secretamente las compadecía de su ingenuidad, sintiéndose orgullosamente omnipotente. Volvió a ocultarse detrás del mueble, la espalda contra la húmeda pared, las sienes levemente sudorosas. Permaneció pensativo unos instantes, hasta que un horrorizado grito de voz femenina lo espabiló y lo hizo asomarse nuevamente. En el centro de la sala, frente a la mesa, la mujer miraba fijamente la caja de donde él había salido. Allí yacían, inertes, masacrados, una docena de inocentes cuerpitos de bombones, en un dantesco espectáculo de almendras, licor, crema y chocolate. Y todo había sido obra suya, producto de su retorcida y sanguinaria mente criminal. Él era, auténticamente, un bombón asesino.
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