Oye los golpes suaves de nudillos en la puerta y tarda en reaccionar. Seis o siete seguidos, una pausa breve y otra vez la seguidilla de golpes. Conoce bien esa secuencia. Abre los ojos y deja que continúe. Se sienta en la cama, se quita el pelo de la cara, lleva las palmas de ambas manos a las sienes y con las uñas se rasca la cabeza durante unos segundos. Se aprieta con los dedos los ojos cerrados. —Voy, Facu —dice. Bosteza y estira los brazos hacia arriba. Después de un breve silencio los golpes en la puerta vuelven; entonces mueve un poco el brazo del hombre tendido a su lado boca abajo, pero no obtiene respuesta. Sale de la cama.
—Ya va, Facu. —dice esta vez alzando más la voz y la puerta deja de sonar.
Busca en la cama, levanta la almohada y parte de las sábanas revueltas y el cubrecama hasta que encuentra bajo la pierna del hombre la bombacha. Le sacude un poco el hombro y él parece reaccionar, pero se gira y vuelve a quedar tendido esta vez en posición fetal de espaldas a ella.
Brenda se pone la bombacha y una remera que levanta del suelo, una remera que no es la suya y le llega hasta las rodillas. Sale de la pieza y cierra la puerta. Encuentra a su hijo en la cocina.
—¿Ya estás listo, bebé?
—No soy bebé. Cumplo diecisiete el mes que viene.
—Bueno, señor mayor —dice Brenda—. ¿Desayunó el señor alguna cosita?
—Sí.
Va hasta el living. Sobre uno de los sillones encuentra su cartera y saca la billetera y de ahí unos billetes. Vuelve adonde el chico.
—Tomá para el almuerzo, Facu.
El Chico guarda los billetes en el bolsillo. —Después del colegio nos juntamos en lo de Ana.
—¿Vos y ella solos?
—No, vieja. Dejá de preguntar.
—Voy a cumplir cuarenta y tres, no soy tan vieja. —Se ríe.
El chico va hasta la puerta y abre. Ella lo sigue
—Chau, Bren.
Lo toma del brazo cuando se está yendo; el chico gira y le hace una mueca.
—No me gusta Bren. Mejor dale un beso a tu viejita —dice ella.
—Todos te llaman Bren, vieja.
—Por eso.
—Vos llamás bebé a cualquiera también —dice el chico. La besa en la mejilla y sale con las llaves en la mano; ella espera en la puerta hasta que él se mete en el ascensor.
Brenda llena la pava y la pone a calentar sobre la hornalla. Agarra un paquete de cigarrillos como para sacar uno, pero se da cuenta de que está vacío, así que abre una puerta del bajomesada y lo hace un bollo que tira a la basura. Enseguida saca la yerba de la alacena y pone un poco en el mate, enjuaga la bombilla y la coloca dentro. Vuelve a su habitación. De la mesita de noche levanta otro paquete de cigarrillos, que está vacío. También encuentra sobre la misma mesita su celular, al lado el cenicero repleto. Observa por unos segundos al hombre dormido, que produce un ronquido ligero e intermitente. Hace un bollo del paquete de cigarrillos y lo deja donde estaba. Apoya el pie derecho sobre un tobillo del hombre y lo mueve un poco; entonces el ronquido se transforma en una suerte de chasquidos guturales y ella se ríe.
—Despertate, boludo, dale. —Otra vez no obtiene respuesta. Abre un poco más la persiana y sale de la habitación.
Entra en el baño. Mientras orina se distrae con la pantalla del celular. Antes de incorporarse usa la mano izquierda para secarse la vulva con la remera que lleva puesta, siempre con la vista en el teléfono.
En la cocina se demora unos minutos parada junto a la pava que se calienta. Ordena mientras un poco: mete trastos sucios en la bacha y guarda en los cajones algunas cosas que encuentra sobre la mesa, enciende el televisor y cuando aparece la imagen baja casi hasta cero el volumen. Ceba el primer mate y lo prueba. Vuelve a cebar el mate y va hasta su habitación.
—Arriba. Dale que es tarde —le habla al hombre dormido. Como no hay reacción le apoya la planta del pie derecho en la mejilla, hace algo de fuerza con la pierna y un movimiento circular. Tiene el mate en la mano. Él gira hasta quedar boca abajo con la mano izquierda sobre el cuello.
Brenda deja el mate sobre la mesita de luz, se quita la remera y la deja caer sobre la cabeza del hombre. Levanta del piso un jogging gris, que es suyo, y se lo pone.
—¡Dale! —dice prolongando ambas vocales con un tono de voz mucho más alto, casi un grito, y le aplasta la nuca con el pie derecho. Se ríe.
El hombre reacciona: —¡Pero…! ¡Qué hacés, boluda!
—Dale, loco, no la alargués más. Te tenés que ir.
—¿Qué hora es?
—No sé, ocho y pico, gomazo.
Él queda sentado en la cama sin reacción con los pies en el suelo unos segundos. Entonces Brenda levanta el corpiño que ahora pudo ver entre el revoltijo de sábanas y lo deja sobre una silla. —Levantate, dale, que debe estar mi remera por ahí —dice.
El hombre se libera de las sábanas blancas, revuelve entre ellas y le alcanza la remera blanca que encuentra, enseguida se pone la suya. También encuentra el resto de su ropa y se viste mientras Brenda, aún descalza y con el mate en la mano, sale del dormitorio.
Desde la cocina oye al hombre entrar al baño. Toma un mate mientras se distrae un momento con las imágenes del televisor, un noticiero, y sube apenas el volumen. En la pantalla un hombre y una mujer hablan del clima para la jornada y Brenda vuelve a cebar el mate.
—Bajamos, Bren, ya me voy —dice él desde el living. Ella agarra las llaves y va.
—¿Te quedaron cigarros? —dice ella.
—No —dice él—. ¿Vas a salir así en patas, negra? —El hombre tiene el pelo mojado—. Un calor de cagarse va a hacer.
Ella no contesta. Abre la puerta y lo espera.
No hablan en el ascensor.
—Por ahí vuelvo el sábado y te traigo de la otra —dice él ya en la puerta del edificio.
—Tratá de que no venga con mucho corte o te la devuelvo.
—Yo no la corto, Bren —dice desde atrás mientras ella abre la puerta y se hace a un lado para que pase.
—Andá, dale. No me chamuyés —dice Brenda.
Apenas se despiden con una palabra. El hombre sale; ella lo ve cruzar la calle y girar a la izquierda, hacia la esquina de la avenida. Se toma su tiempo antes de salir del edificio. Cruza como apurada y saluda a la mujer del quiosco justo enfrente. La quiosquera tras la ventanilla le abre la puerta lateral con un pulsador. Al oír la chicharra Brenda ingresa al local y cierra tras de sí.
—Cómo va, amiga —dice la quiosquera.
—Acá andamos, Rox. Anotame un Marlboro.
La mujer le alcanza los cigarrillos. —Lo vi salir al Sapo, amiga. ¿Otra vez te cogiste al gil ese?
—Vino anoche a traerme un baguyo. Pega muy buen faso, viste. Tomamos unas birras y ya que estaba.
—No sirve ese chabón. —La quiosquera niega con la cabeza.
—Ya sé. Es un rato, es lo que hay —dice Brenda mientras recorre con los ojos, de espaldas a la otra, el contenido de las expositoras de las bebidas sin abrir las puertas.
—Arreglate un poco esos pelos, amiga. Parecés una loca.
Brenda no dice nada. Al fondo junto a la puerta de un pequeño cuarto de baño hay un taburete alto; lo lleva hasta la entrada y se sienta frente a la otra. Deja las llaves sobre el mostrador. Abre el atado de cigarrillos y pide fuego; la quiosquera le pasa un encendedor. Enciende uno.
—¿Cómo van tus cosas, Bren? ¿Y Mirko? ¿Alguna novedad? —dice la quiosquera.
—El viernes lo veo. Tiene para más de un año y medio… No sé. Está bien, está como puede.
La quiosquera le alcanza un cenicero redondo de vidrio. —Bueno, paciencia —dice.
—Vos porque nunca fuiste a una higiénica, Rox. Cansa un poco… La pelotuda va con la sabanita, la toallita, el jaboncito en el bolsito… Te revisan todo, te preguntan todo, un momento de mierda…; para que después capaz que te das cuenta de que al tipo lo que más le interesa de tu concha es el faso que le llevás adentro. En diez minutos se acaba el chiste y ya te empieza a dar indicaciones…
La quiosquera se ríe.
—Bueno, eso de las indicaciones y las preguntas ahora medio que se le pasó. Creo que es peor así, boluda. —Pita el cigarrillo y se le cae la ceniza al suelo antes de que pueda volcarla en el cenicero—. Igual la otra vez me mandó a depilar el hijo de puta… Algo es algo, ¿no? —Se ríe.
—Es tu marido, amiga. Si no es el, quién te lo va a decir.
—Ya ya ya. No empecemos con ese cuento. —La expresión de Brenda cambia; pita fuerte el cigarrillo y lo aplasta en el cenicero. Mientras golpea y gira la mano con la vista fija en la acción que realiza con los dedos y el cigarrillo dice: —Ahora me vas a venir con que el departamento es suyo, ¿no?
—¡Pero no, Bren! ¿Qué decís?
—Nada. Nada. Dejalo ahí, amiga. Siempre lo defendés. Delirio mío. A veces creo que tiene otra, alguna pendejita trola de las que nunca faltan seguro. Viste cómo son. —Brenda queda callada.
—Tenés gente. —Ahora le señala la ventanilla con la cabeza: un chico afuera espera ser atendido. Es un niño pequeño que apenas consigue asomarse.
Brenda prende un cigarrillo mientras la otra se ocupa del chico.
—¿Seguís de licencia? —dice la quiosquera.
—El lunes empiezo. No me hagas acordar, che.
—Pero ya estás mejor, más tranqui, ¿no?
—Si vos lo decís… Ni ganas de volver al laburo, boluda. Pero esa es la ventaja de trabajar en el Estado, que no te joden con los días de licencia.
—Qué suerte, Bren. Y una que no puede salir de acá en todo el día.
—Igual estar metida ahí adentro ocho horas… En realidad no te joden con nada porque no les importa lo que hacés o dejás de hacer; no les importás. Si no fuera porque esa guita no me la dan en ningún lado preferiría limpiar casas. Así quedé, mirá. Las ganas de irme a la mierda y decirles a todos nos vemos en Disney, chupaculos, sigan en la suya… En fin.
—¡Ay pero buscate otra cosa, boluda! Si sos joven todavía...
—Como si fuera fácil. —Brenda se levanta y vuelve a pasearse frente a las heladeras.
—Así las cosas, Rox. En fin. Anotame dos Heineken.
—¿Dos latas?
—No. Las de litro.
—Me debés cuatro botellas, eh, acordate, más estas dos seis, ¿sí? Plis acordate, amiga.
—Me re colgué. Después te las bajo, de una —dice Brenda. Saca dos cervezas y va a dejarlas sobre el mostrador mientras la quiosquera se agacha para buscar una bolsa.
—No te conté —dice Brenda—. Parece que el abogado está viendo de conseguirle la domiciliaria. Espero ansiosa las novedades. —Se ríe.
—Ah bien ahí, amiga. Tu marido en casa. —La quiosquera guarda las botellas en una bolsa de papel duro y manijas plásticas que lleva impreso grande el logo de una zapatería.
Brenda apaga el cigarrillo y enseguida mete el paquete también en la bolsa.
—Es que ya nos habíamos acostumbrado con Facu, ¿sabés? Además al padre no le va a gustar que el pibe esté con Mirko ahora; estos no se llevan del todo bien y él lo sabe. Decí que es un muerto de hambre y que no me pasa un mango; nadie le va a dar la tenencia si se le ocurre patalear, cosa que dudo mucho; porque se hace el preocupado pero en el fondo no se quiere hacer cargo de Facu y tiene la suerte de que Facu prefiera estar conmigo, la mala suerte de que, quiera o no, mi hijo siempre va a saltar por mí, eso lo sabe muy bien; y le jode, boluda, bien que le jode porque también da la casualidad de que es su hijo, ¿eh?… Ese es otro que no quiere problemas pero le gusta dar indicaciones sin despeinarse. Son todos unos vivos bárbaros con un teléfono en la mano, ¿sabés, Rox? Unos vivos bárbaros, boluda, de verdad. Ya me la vas a contar.
Brenda sostiene la bolsa de la manija con la mano izquierda y deja colgar el brazo, con la derecha levanta las llaves. —Abrí que me voy antes que empiece a pegar el sol.
—Dale, Bren. No te olvides las botellas, ¿sí? Plis, boluda.
—Ahí nos vemos —dice Brenda. Suena la chicharra y sale del local.
Al entrar al departamento encuentra el televisor encendido, el mate sobre la mesa, la pava sobre la hornalla. Saca las cosas de la bolsa y guarda en la heladera las botellas. Se lleva un cigarrillo a la boca y busca algo para prenderlo en el primer cajón. Como no lo encuentra enciende una hornalla y con ella el cigarrillo. Apaga la hornalla. Va hasta la habitación y con el cenicero repleto vuelve a la cocina, lo vacía en el tacho del bajomesada y lo deja sobre la mesa. Es un cenicero redondo de madera ennegrecida de doce o trece centímetros de diámetro por cinco o seis de alto y cuatro muescas. Ceba el mate, deja la pava sobre la hornalla y lo acaba de un trago haciendo sisear fuerte la bombilla. Con la mano derecha levanta la pava y repite la operación de cebar el mate. Vuelve a dejar la pava sobre la hornalla, con el índice y el medio de esa mano libre se quita el cigarrillo de entre los labios y chupa la bombilla del mate que sostiene con la otra. Pita el cigarrillo y lo apoya en el cenicero. Da una vuelta por el living mate en mano hasta que halla el teléfono sobre un sillón. Sobre el mismo sillón también están su cartera y la tablet de su hijo. Se sienta y enciende la cámara del teléfono, que sostiene con la mano derecha. Se mira en la pantalla como para hacerse una foto, ensaya posturas, duda unos segundos, hace una con el mate, otra sin el mate, otra más de cerca con los labios fruncidos, otra es un plano de los ojos que miran la cámara sobre una sonrisa discreta y apenas la punta de la bombilla rozándole el labio inferior. Con el mate y el teléfono vuelve a la cocina y se sienta a la mesa. La ceniza que cuelga en el extremo del cigarrillo parece una oruga en escala de grises que no termina de salir de un tubo humeante; Brenda repara en esto antes de levantarlo y ponerle fin mientras revisa las fotos que acaba de hacer. Elige una y al pie en letras amarillas y grandes escribe UN DÍA A LA VEZ seguido de puntos suspensivos. Apaga el cigarrillo en el cenicero. En la foto se ven en primer plano los dedos que sostienen el mate y saliendo del cuenco forrado en aluminio la bombilla que acaba más atrás y arriba entre los labios de Brenda con los ojos bien abiertos en un gesto extraño que parece ser de desconcierto o de alegre sorpresa o una combinación de ambos y UN DÍA A LA VEZ en amarillo con puntos suspensivos amarillos. El pelo de Brenda es marrón oscuro teñido de rubio y sin hacer flequillo cae en dos mechones laterales que le tapan las orejas y enmarcan casualmente la foto que ahora publica en sus redes. Después de mirar los últimos posteos y comentarios deja el teléfono sobre la mesa. En el televisor se ven la hora, 9:44 y la temperatura, 27,7°. Brenda sube el volumen y dedica unos segundos de atención al locutor del noticiero, después pasa los canales y se detiene en uno de música. Vuelve a subir el volumen y deja el control remoto sobre la mesa. Se levanta y saca un vaso de la alacena y de la heladera una cerveza, coloca el vaso boca abajo sobre el pico de la botella en posición vertical, con la mano libre saca un destapador del primer cajón y vuelve a la mesa. Abre la botella sin sentarse, sirve un vaso que enseguida vacía y vuelve a llenar, derrama un poco de espuma y se agacha para sorberla de la mesa, después levanta el vaso y toma un poco más de espuma. En el televisor suena Daddy Yankee y Brenda va con su vaso de cerveza hasta la mesada a buscar un cigarrillo, y como no puede encontrar con qué prenderlo repite la operación de encender la hornalla.
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