Los desalmados
¿Qué ocurrirá con el ser cuando la idea detrás de la materia,
no provenga del mismo lugar que el alma?
Cuando sus orígenes difieran,
como si el ánima que le da vida a lo tangible
(así, como la doxa al episteme),
no originase más del misterio que embarga nuestra existencia.
¿Cuál es entonces la intención, detrás de esa entidad desalmada,
en la línea de Platón, en su búsqueda por el Bien?
La niña, distante y ajena, se abría camino por su casa entre una muchedumbre de desconocidos que vestían todos el mismo negro, vaticinando la ausencia de luz en el futuro de la pequeña. «El negro no es siquiera un color», se dijo ella mirando su propio vestido. Deambuló por los pasillos, aguantando el aire cuando el olor a sándalo se hacía demasiado fuerte. La penumbra del encierro y de la noche le daba al entorno un tinte sepia y un aire desolado.
Su presencia pasaba casi desapercibida entre los invitados y curiosos pero eso no le molestaba. Su madre nunca la había mirado a los ojos, siquiera cuando se molestaba con ella, y el ser humano es un animal de costumbres. En la sala de estar, donde se efectuó la fúnebre y breve ceremonia, alguna que otra mujer dobló el cuerpo para hacerle un gesto de cariño, darle el pésame o acomodar la horquilla de perlas que ella llevaba en el cabello, esa que su abuela le había regalado cuando cumplió los siete años y que siempre se le soltaba, cayendo un tanto y quedando suspendida en medio del mismo mechón que debiese recoger. Su madre había odiado ese accesorio. La regañó un par de veces, “pequeñas y torpes manos de niña” que no sabían colocarlo adecuadamente, y le ordenó no volver a usarlo.
En el umbral de cada cuarto, la pequeña se detenía, mirando hacia dentro, observando los rostros de las visitas, quienes parecían preocupados y nerviosos. No halló signos de tristeza. En grupos cerrados y dispersos, los de traje negro hablaban bajito, en frases cortas y calculadas, como si sus conversaciones pudieran molestar a los dueños de casa, cuyos cuerpos yacían en el cementerio bajo una lápida sin epitafio que indicaba únicamente la corta vida de la pareja fallecida. Nadie había dejado flores junto a la tumba, nadie había prendido velas en la casa. «Aún después de su muerte, el mundo parece despreciar a mis padres», reflexionaba ella.
El único funeral en el que la niña había estado hasta entonces, fue el de su abuela, el año anterior. Por orden del abuelo, el velatorio había sido igualmente sobrio, sin velas ni epitafio, sin aire ni esperanza.
Las paredes que bordeaban las anchas escaleras en media luna, estaban decoradas con variados especímenes de insectos disecados, ordenados cronológicamente, un cadáver por cada año que habían vivido allí. Alguien debería colocar el retrato de mis padres al final de la escalera, pensó la niña mientras subía los peldaños saltando, divertida por su propia reflexión.
La puerta de la biblioteca del segundo piso estaba abierta. Ella se acercó sigilosamente, por un momento sintió esa presión en el pecho que la intimidaba, cómo si su padre pudiese estar allí dentro, sentado tras el escritorio con el ceño fruncido y la mirada perdida entre sus libros y anotaciones pero siempre listo a lanzar una reprimenda si ella se cruzaba por su ángulo visual. Las ocasiones en que su padre cancelaba alguno de sus viajes y se quedaba en casa, él ocupaba dicha biblioteca constantemente: con la puerta cerrada bajo llave, aún estando dentro de la habitación, él se colocaba su bata blanca y realizaba sus experimentos.
A ella le había intrigado el ambiente misterioso que emanaba desde el interior de la biblioteca desde el mismo día que llegaron a vivir allí pero nunca le permitieron entrar. Cuando sus pequeñas manos aún eran torpes, dibujó el cuarto, recopilando información a través de la rendija de la puerta cuando la sirvienta le llevaba el té a su padre y a través de un espejo en forma de "L", que la niña ataba a una cuerda y deslizaba desde el balcón en el tercer piso, sin poder realmente divisar más que extraños reflejos que brindaban más dudas que certezas.
El olor a incienso no era tan intenso allí dentro. El aire que salía de la biblioteca y se lanzaba a correr por los pasillos, era fresco. Primero asomó la cabeza. Dentro de la biblioteca, se encontraban los sirvientes más cercanos, el abogado de su padre y el pastor de la comunidad. Tenían las ventanas abiertas y el aroma que entraba recordaba al laurel. Ellos discutían en susurros y ella solo pudo oír su nombre antes de que callaran simultáneamente al verla entrar.
Ella era una niña de nueve años y entendió que su vida había cambiado para siempre.
Extrañaba a su antigua nana, quien la niña por mucho tiempo pensó que era su verdadera madre porque ese rostro había sido el primero y el último en mostrar verdadero amor hacia la pequeña. Hasta que la nana decidió abandonarla, repentinamente y sin aviso, dejándola sola en esa casa con sirvientes que siempre cambiaban y padres que nunca estaban. Meses después, cuando a su madre le comenzó a crecer la barriga, el padre se veía feliz como nunca antes y le comentó que dentro de esa barriga se estaba gestando el niño más inteligente del mundo. La niña preguntó, ya que ella también se había gestado en la misma barriga, si ella era entonces la niña más inteligente del mundo. “Yo esperaba que fuese así, pero también creí que habrías nacido hombre”, le respondió el padre decepcionado. La niña que estaba por cumplir los seis, lo observaba con dolor en el pecho y rabia en la mirada, comprendiendo que su nacimiento había sido un fracaso para el padre. “Has terminado de leer el libro de aritmética que te pasé el mes pasado”, continuó él severamente. Ella no se atrevió a responder. Su querida nana le había advertido sobre mostrar sus capacidades frente a su padre, a menos que quisiera terminar como objeto de investigación en algunos de sus frascos. Ella negó con la cabeza. Su padre nunca volvió a preguntarle sobre el libro y ella nunca le preguntó qué había pasado con el niño más inteligente del mundo que ella nunca vio nacer.
El pastor se acercó al umbral de la puerta, tendiéndole una mano, y la guio al sillón de cuero al lado del escritorio. La niña estaba impresionada, sonreía y observaba cada detalle de la habitación con minuciosidad, tanto las cosas que conocía un poco como algunas que nunca imaginó. Fijó la mirada en el lugar del gran librero donde vivía “Cotton MS Vitellius C III”, el primer libro de hierbas medicinales que leyó, primeramente porque fue el primer libro que encontró sobre el escritorio de su padre, luego de que aprendió a forjar la cerradura de la biblioteca y meterse a ratitos cuando él andaba de viaje y su nueva nana dormía la siesta.
Le animaba la idea de finalmente poder tocar los extraños artefactos que había observado allí dentro; abrir uno de sus tantos libros con finas tapas de cuero e investigar el interior de los frascos de vidrio, cosas que según su padre guardaban el secreto de cómo crear al hombre perfecto. Una vez, lo había visto poner el contenido de alguno de los frascos en otros, más pequeños y más grandes, que contenían órganos y partes humanas, algunos que la pequeña no supo reconocer. Él realizaba sus movimientos serenamente, acostumbrados al quehacer; olía las sustancias y colocaba extractos bajo el microscopio y anotaba cosas en su libreta.
¿Podría ella quedarse con el laboratorio y todo lo que había dentro de la biblioteca? Ella era la única hija y debía ser lo lógico pero, a lo largo de los últimos días, la niña había advertido ciertas señales, miradas que algo ocultaban, ciertas frases o palabras: “pobrecita… y el abuelo desaparecido”, había dicho la nana, callando al verla entrar a la cocina; algo sobre “lo incierto del futuro de la pequeña”, escuchó a la cocinera contarle al chofer en el patio trasero donde la servidumbre fumaba a escondidas. El jardinero, quien era uno de los pocos a los cuales la pequeña dirigía alguna palabra, le había preguntado esa mañana, cómo ella se sentía con esto de la muerte de sus padres. Joseph, como se llamaba el empleado, era un hombre simple. «¿Cómo podría él llegar a entender la filosofía detrás de la vida y muerte que he desarrollado en mi corta vida?» pensó la pequeña entonces. Él sembraba y cuidaba de todas las plantas que ella le entregaba, incluso los engendros nuevos que ella había producido pero también había cometido algunos errores, como regar demasiado las plantas por distraerse conversando con la cocinera y eso, a ella, le parecía imperdonable.
El abogado se sentó en el diván frente a ella. Le explicó que su abuelo estaba desaparecido y sus padres no habían tenido una muerte natural. Debido a la guerra que azotaba el territorio, la investigación tomaría más tiempo de los debido y el juez había ordenado congelar los bienes familiares. La niña sería enviada al colegio de monjas que dirigía el pastor.
—¿Puedo llevar conmigo algunas cosas de la biblioteca? —preguntó la pequeña.
—Lo siento. Tenemos una postura de estricta austeridad. No sería acorde a nuestras normas —le informó educadamente el pastor.
—¿Puedo dormir aquí esta noche? —preguntó ella.
—No te preocupes. Aún estarás aquí hasta mañana por la tarde.
—Pero ¿puedo dormir aquí, en la biblioteca, esta noche? —Insistió ella—. Me gustaría poder impregnarme de lo que aún queda de mi padre en esta habitación antes de irme.
—No creo que eso sea un problema —dijo el pastor mirando a los empleados presentes. Ninguno parecía objetar.
La niña se sintió aliviada. Necesitaba verificar si su último experimento herbático podría ser identificado en los tejidos de los órganos vitales. Pero tampoco le preocupaba mucho. Si lograban averiguar que sus padres habían fallecido víctimas del veneno de algunas plantas del jardín, el primer sospechoso sería Joseph. Ella confiaba en que nadie sería capaz de culpar a una pequeña niña por la muerte de sus padres.
...................................................
Parte de la trilogía: Los Desalmados (2022)@AinaRayo
|