Me encuentro al borde de una colina, mirando una copia de la primera estribación de la cordillera que nace en mi barrio. Y entre ella y mi casa hay un arroyito que calca al Jaya de ahora. Sin embargo, sé de la lejanía y de un aspecto vinculante, aún mas poderoso que lo señalado. Que surge al ir a la farmacia, visitar el médico familiar, cumplir con la cita del especialista ó cuando es menester, internarme.
Y es lo que me tiene -elucubrando- día y noche: ya que en los lugares mencionados, me uno a gente, veinte años por encima de mi edad. Entonces viajo al pasado. Cuando nací en un bohío bajo los cuidados de una partera, en vez de un equipo de profesionales del ramo. Y comparo el seguimiento de aquí, con el de aquel tiempo con las embarazadas de mi pueblo. Y equiparo la alimentación de un feto aquí con el de otrora allá.
Relacionando el proceso seguido en mi rancho con este: un primer encuentro de preñadas, iniciado con un vaso de leche. Y al final recibir todas, una orden para granos, leche, jugos y cereales; redimible en cualquier bodega. Y esa inspección del recién nacido, para detectar cualquier vestigio de anomalía futura. Qué incluye, sí es necesario, un cambio del tipo de sangre.
Y paso, mentalmente, a la alimentación escolar de los primeros tres lustros del niño. Y me desquician esas camas vacías, a menos de que se trate de accidentes, en los centros asistenciales. Que abren el archivo de mis visitas dominicales al San Vicente de Paúl. Un hospital a casa llena. Y vuelvo a ver las maltas morenas con los panes de agua llevados a los pacientes.
Pero me aturde más lo que observo en el parqueo de mi farmacia, costándome mucho interpretarlo: y es ver bajar retorcidos ancianos de carros del año. ¡Qué en mi patria no manejarían ya, ni un triciclo! Y verlos bajar solos. Con desobedientes pasos a sus cerebros. Seres, más que octogenarios, todavía asiduos al ‘liquor store’. Cargando botellones, que desde la distancia, logran asombrarme.
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