Dicen que en Roma vivía una pequeña niña que luego fue mujer y luego anciana; el punto es que en todo este tiempo, mientras crecía, iba alimentándose de pequeños insectos, siempre, cada mes al menos una vez. Nadie sabía por qué, o con qué propósito. Todos, cuando la miraban, buscaban en sus labios rastros del insecto comido: una cucaracha, una mantis (estas solo en tiempo de primavera porque, según ella contó a un amante, era cuando sabían más dulces), una mariquita siquiera: nada. Ni un ala, ni una pata rasposa, ni una antena. ¿Los habrá lavado alguna vez? ¡Nunca la vieron! Se supo que comía insectos porque, cuando murió, lo leyeron en su diario: llevaba la cuenta: Veintidós de Julio: hoy comí una araña negra y dura, estaba un poco amarga y cuando la mordí no tronó como suelen tronar. Mal insecto. Tendré que repetir en estos días. Luego empezaron a contar: la nieta le contó a una amiga que le contó a su mamá que le contó a una tendera que le contó a todos los que iban a su tienda. La imagen de la mujer romana se vio contaminada, la imaginaron en el ataúd pudriéndose junto a su último, o últimos, insecto. Luego, cuando el rumor se propagó por toda la Italia, llegaron cartas. Entre las cartas venía la de Román, el que contó lo de las mantis, y con ella una foto de ambos: estaban en una playa de grandes acantilados y espuma blanca (imaginaban, porque estaba en tonos sepias) y, ahí de pie, felices, la mujer con su vestido blanco y un sombrero de gasa, o seda, y él: moreno, con un bigote negro, cabello rizado, sin camisa, un short negro, o rojo, vetuasaber. Su hija pensó que no se podía intuir que esa muchacha hermosa comía insectos, pero que ahora ella lo sabía y que este conocimiento ya no podría ser separado de la foto. El pobre anciano ex esposo tuvo una depresión terrible, ¡tan triste estaba que estuvo al borde de un colapso! Dejó de comer, se quedaba en cama dos horas más de lo cotidiano, cuando leía pasaba las páginas pero no entendía nada: todo se le atoraba, sin penetra, en una maraña como de espinas o garabatos. Pensaron que era por la esposa ahora muerta, que la había amado con toda su vida. La nieta una tarde le preguntó: ¿por qué estás triste, abuelito?. Los ojos del anciano se llenaron de lágrimas y dijo por nada, hijita, es solo que tu abuela nunca me contó que comía insectos y al tal Román sí. Nadie extrañaba a Marena (tal era el nombre de la niña-adulta-anciana) más que cuando pensaban en que comía insectos y sentían la necesidad de preguntarle cómo era comerlos, qué sabor tenían. De vez en cuando todos tenían el mismo sueño: estaba Marena sentada en una silla en un cuarto azul sin otro mueble que la silla y ella miraba el piso. Así hasta que de repente se ponía de pie y corría hasta el mar que la tiraba y la arrastraba mientras reía y una corriente de aire se llevaba el sombrero ligero y entonces reconocían la playa de la foto con Román pero el mar no era un mar de agua porque entonces, ¡aquí la hija se espantaba y despertaba!, eran cucarachas, cochinillas, arañas, mariquitas, escarabajos, hormigas, ¡todos los insectos del mundo! ¡y ellas se los iba comiendo! Luego se acostaba en el pasto, bocarriba, y parpadeaba y cuando abría los ojos de nuevo era una hormiguita muerta en la arena de una playa distinta (más verde, más azul, más todo). |