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Esa tarde jugué pésimo, metí solamente tres de las quince ocasiones de gol que tuve frente al arquero contrario, y por eso caímos derrotados. Mario se enojó y estuvo a punto de agarrarse a las trompadas conmigo, decía que mi cabeza no estaba metida en el partido porque seguramente andaba enamorado o algo semejante. Para hacerlo enojar más todavía, yo le dije solterón, andá conseguite una novia, solterón.

Pero tal vez Mario un poco de razón tenía. Aunque al principio me negué a reconocerlo, desde que me había dejado crecer el pelo y empezado a usar vinchita, muñequera, tobillera, botines profesionales, aritos en las orejas y todos esos firuletes, mi manera de jugar al fútbol había pegado un giro de ciento ochenta grados. Ya no hacía tantos goles como antes, ni siquiera los más importantes, pero, eso sí, los pocos que convertía los disfrutaba mucho. Alguien diría después que yo era un jugador vistoso, casi poético y más que nada fotogénico. Al principio yo no estuve de acuerdo, hasta que las mujeres del barrio que pasaban por la vereda con la bolsa de los mandados y en dirección al supermercado, empezaron a quedarse mirando el partido durante unos minutos. Mario las pispeaba de reojo. Algunas eran lindas y estaban solteras todavía.

Al final del partido, entre los muchachos y los vasos de cerveza, Mario era el que más disfrutaba repasando las jugadas una por una casi de manera obsesiva. Sin embargo ahora se quejaba de que "alguien" no metía, como antes, tan fuerte la patita a favor del equipo. Obviamente yo me sentía aludido. Sabía que en el fondo Mario tenía ganas de decirme sacate esos aritos, otario, cortate el pelo, vestite como la gente de barrio y volvé a jugar al fútbol como corresponde. Aunque tuviera ganas de putearlo, me quedaba callado porque en el fondo me daba un poco de pena Mario. Lo único que tenía era a su mamá, el taller y el fútbol y nada más. Y aunque era bastante para un hombre como él, al mismo tiempo era como si algo le faltara en la vida. Igual que a las paredes del club, cada vez más descascaradas y con esas grietas que las atravesaban de arriba abajo y que con el correr de los meses se hacían peores. Ahí adentro nos moríamos de calor. Ni aire acondicionado había.

Para mi sorpresa, la tendencia no cambió. Al contrario, el rumor corrió de boca en boca hasta hacerse bastante estable la cantidad de mujeres que se quedaban mirando a través del alambrado o sentadas a la sombra, en los banquitos de madera del club. Mientras miraban el partido, cuchicheban y tomaban mate entre ellas. Y no solo ellas, sino que también estaban los chicos y las chicas del barrio que pronto fueron mayoría. Al parecer, descubrieron mis vinchas de colores, mis peinados casi estrafalarios, los aritos brillando en mis orejas, etc, y se sintieron atraídos por eso. No sé. Aunque yo no le encontraba demasiado sentido a todo ese entusiasmo, me gustaba. Esa pequeña hinchada era humilde pero fiel. Aparecían minutos antes de las 18 horas, todos los miércoles y domingos. Y aunque yo no hiciera tantos goles ni jugadas extraordinarias como tal vez las hacía antes, trataba de compensarlo con otras cosas. Seguía corriendo sin cesar, claro, pero tembién empecé a cuidarme en otros aspectos todavía con más esmero. Cosas como el prolijo corte de la barba, la camiseta y las medias blanquísimas, hasta el perfume, merecían atención de parte mía. Al parecer la hinchada esperaba eso y yo se los daba. Ya no importaba tanto que los pases gol se me fueran por el lateral, los tiros al arco por arriba del travesaño y los penales a la calle de atrás.

Nuestro equipo no estaba acostumbrado a eso. Tener hinchada era una novedad. Y Mario el que menos. Cuando salíamos al campo de juego, desde los bordes de la cancha y de manera casi involuntaria llegaban los aplausos y el aliento. Repito, Mario no lo podía creer, y yo casi que tampoco, pero ahí estaba nuestra pequeña y humilde hinchada.

Era verano y a pesar del calor nuestra hinchada siguió con nosotros. A algunos miembros ya los cococíamos por nombre, claro. Al final de cada partido me esperaban en los pasillos para saludarme y decirme cosas lindas, después me acompañaban a la parada del colectivo. Por eso yo salía del vestuario siempre impecable, como si después del club me fuera a meter en una disco bailable. Las mujeres me olían y me decían ay qué rico perfume usás, Roberto, ojalá mi marido... Porque, claro, algunas mujeres eran casadas aunque otras, en cambio, eran solteras sin apuros.

Una tarde, aunque nuestra hinchada se rompió la garganta alentando por nosotros, perdimos frente a nuestro clásico rival y quedamos últimos en la tabla. Sin saber por qué, cuando el árbitro pitó el final, yo me emocioné y me largué a llorar. No sé, esa tarde estaba sensible. Al parecer Mario también porque me fue a buscar para darme un fuerte abrazo.

A pesar de la derrota, después del partido y por agradecimento, invitamos a la hinchada a una pizzería de por ahí, como recompensa por tanto esfuerzo. Al ver a esa cantidad de gente entrando en el local, al dueño le empezaron a brillar los ojos. Yo lo conocía. Le agradeció al equipo el favor de la clientela haciéndole un importante descuento. Ya casi al final de la noche, Cleo, una señorita miembro de la hinchada desde prácticamente su fundación, nos mostró un video que habían filmado a lo largo de varios meses sin que nosotros lo supiéramos, un video sorpresa donde aparecían todos los jugadores del equipo corriendo atrás de la pelota, transpirando la camiseta con una emotiva canción como telón de fondo. El video se llamaba "Los queremos, muchahos, a pesar de todo", el cual pocas horas después ya estaba disponible en Youtube y que por esas cosas inexplicables de la vida, fue visto por miles y miles de personas. Hasta lo pasaron en la televisión.

Yo no sabía cuál era la razón, pero la gente nos considerabla un ejemplo. Nos paraban por la calle y nos daban abrazos. La verdad, yo no entendía. Un día Mario me pidió perdón por aquella vez que se quiso agarrar a las trompadas conmigo. Yo también le pedí disculpas por llamarlo solterón. Y claro, enseguida dejamos todas las diferencias de lado. Nos conocíamos desde pibes y no valía la pena pelearnos por semejante pavada. Cuando me dijo que se había puesto de novio con Cleo, tampoco me enojé aunque él sabía que Cleo me gustaba. Pero estaba feliz por él. Por su nueva vida y por los hijos que quería traer al mundo.

Yo me hice Youtuber y gané dinero, no tanto pero gané (lo sigo ganando). Y gracias a esa fama, nos fuimos con el equipo a conocer al seleccionado nacional de fútbol, el mismo que días más tarde partió rumbo a Qatar, hacia el sueño mundialista. Yo soñaba con acompañarlos, de colado por lo menos. Pero tuve que volverme al barrio a jugar en nuestra canchita. Ahí nos enteramos que el club estaba cerrado. El dueño se había decidio a refaccionar todo el predio. Recién abrió a las tres semanas. Entonces encontramos las paredes arregladas, pintadas y colmadas de fotografías de nuestro equipo, junto a las estrellas del seleccionado nacional, todas autografiadas. La gente del barrio se acercó enseguida a ver y a sacarse fotos. Yo dije esto es un milagro. El club volvía a tener la vida de antes. Los chicos tomaban helado, los abuelos jugaban de nuevo a las bochas, las mujeres tomaban mate y charlaban, los hombres jugábamos campeonatos de fútbol.

Desde ese momento, a veces en pleno partido, me quedaba a un costado, como prestando atención a mi alrededor, para ver si podía encontrar eso tan extraordinario, eso que había justificado tantas cosas en la vida del club y en las personas. Ahí estaba Mario, allá Cleo embarazada de cuatro meses, en el mismo lugar de siempre la hinchada, los niños, los abuelos. Pero no había nada más, sinceramente no encontré nada demasiado extraordinario. Ahí éramos todas personal normales. Después veía a Mario acomodándose las medias mientras me decía Roberto, no te distraigas. Porque nos podían meter otro gol y nadie quería eso. Entonces yo también me acomodaba las medias y volvía a correr otra vez tratando de alcanzar la pelota.

Texto agregado el 12-12-2022, y leído por 144 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
13-12-2022 No estoy identificado con un equipo que represente algún aspecto de mi barrio pero entiendo el fervor, la pertenencia y el amor por esas enseñas creadas más por efecto del entusiasmo que por un deseo de mayores logros. Quizás los gustos de la gente sean ir a misa y después asistir a esas canchas polvorientas en pos de esa gloria que no rebasa el ámbito de algunas cuadras. Me gustó el cuento y tus palabras. Un abrazo grande, amigo. Guidos
13-12-2022 Algunos lo llaman "pasión". También se le conoce como "garra" o incluso "resiliencia". Suele ser inexplicable, hasta que las emociones entran en juego. Cuando un equipo toca el corazón de la gente, no importa que pierda, lo seguirán hasta el final. Me gustó. IGnus
13-12-2022 vaya vaya´para mi los jugadores tienen que ser un ejemplo y aunque usen aros´, pelo largo y se llenen de tatuajes. Me encantó yosoyasi
 
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