Entrando a duras penas en esa red social, bregando con sus dedos para tipiar la clave que previamente había apuntado en una libreta para que le franqueara el paso, imaginaba que sería algo parecido a las monumentales aguas separadas por la varita mágica de Moisés, así de enorme pensaba que sería aquello. La verdad es que fue todo, menos grandioso. Apareció la página y surgieron nombres, fotografías, historias de todo tipo y ese título que llamó su atención: “Personas que quizás conozcas”. Revisó las facciones de cada personaje con esmerada atención. Uno de ellos se parecía a Nachito, un antiguo compañero de la Metalúrgica, aunque se llamaba Carlos y un apellido que no cuadraba con el de su ex colega. Un tanto contrariado, prosiguió buscando en esa hilera de rostros, sin encontrar coincidencias. Desencantado, se abocó a leer historias, entreteniéndose con tantas personas felices viajando, consumiendo y exhibiéndose sonrientes y ahítas de vida. Hasta los animales parecían contagiados con aquella pantomima y modelaban frente a la cámara, canes con sus ojos semi cerrados a lo Clint Eastwood y otros mostrando sus brillantes colmillos en señal de plenitud. Una sensación de orfandad le surgió desde algún lugar de su mente y quiso cerrar la página para regresar a su rutina. No supo si fue algo predictivo por esa red social que parecía saberlo todo, porque sin que él pusiera dedo alguno sobre el teclado, apareció el nombre del gerente de su último empleo y coloridas imágenes del tipo sonriendo delante de un paisaje paradisíaco. Nunca intercambiaron palabra alguna durante esos años de faena pero esta vez era una luz en el camino, una embarcación en medio de la tormenta. Sin pensarlo dos veces, escribió:
“Buenos días, estimado compañero de labores. Feliz de saber de usted, le saluda Pancho Maldonado". Y agregó a estas palabras unos corazones y una cara sonriente. Exultante por haberse encontrado al fin con un amigo, aguardo impaciente una respuesta. Ni al día siguiente ni al subsiguiente ni a la semana ni a las ocho visualizó cualquier señal que le indicara que el gerente aquel había leído su mensaje. Sin embargo, el tipo continuaba intercambiando fotografías y palabras con sus amistades. Un tanto desencantado pero ingenuo como era, le envió un nuevo mensaje al susodicho, sin obtener respuesta alguna. Herido en su dignidad, prefirió continuar revisando esa infinidad de rostros que no le invocaban nada. Soltero a sus cincuenta y cinco años y ya perdida toda esperanza de conquistar a alguna fémina, ese montón de gente exultante le generaba desconfianza, acrecentaba su soledad pero un afán morboso parecía anclarlo a esa red.
Urdió pues otra estratagema. A cada una de esas “personas que quizás conozcas” les envió mensajes, consultándoles si era posible que lo conocieran a él. Algunos respondieron con cortesía, otro chapuceó afirmando que “ni en pelea de perros” lo había visto. Algunas damiselas fueron más tiernas y le respondieron que posiblemente pudieron haberse conocido, cierta señora argumentó que quizás se toparon en alguna fiesta de matrimonio y otra, la más gentil, le comentó que le había llamado su atención esa carita suya tan tierna, tan de buena persona. Ella se llamaba Roxana y era dueña de un rostro simpático nimbado por una cabellera oscura y desordenada. Le respondió pues nuestro buen hombre que le agradecía su gentileza, aclarando que en realidad él no era mala persona, trabajador esmerado y ahora en un emprendimiento personal debido a la escasez de empleos.
Pronto se pusieron de acuerdo para encontrarse en algún lugar y el rostro de Pancho adquirió nuevos fulgores ante esta expectativa. Comprendió que se había descuidado durante largo tiempo, por lo que acudió a un peluquero del barrio, un venezolano que en un dos por tres puso vida, orden y elegancia en esos cabellos recién desordenados. Después acudió a las tiendas del retail para adquirir tenidas más modernas, evitando las demasiado vistosas que nunca fueron de su gusto.
Dejando ya atrás al tipo anodino, las miradas al espejo se multiplicaron, sintiendo que su seguridad se había subido al lomo de su nueva apariencia.
Al día siguiente, ambos se encontraron en un restaurant de poca visibilidad, pero atendido con esmero. Se saludaron con un beso para brindar después con un champagne bastante digno. Conversaron de todo un poco, surgiendo estampas de sus respectivas existencias. Rieron con las coincidencias, brindando con cada una de ellas.
Se dirá que este relato finalizó del mejor modo, entablando ambos personajes una amistad que derivó en un ardiente romance.
Nada más lejos de ello. La mujer confidenció a Pancho que era integrante de una enorme e importante asociación y que si bien ellos podrían ser buenos amigos, él estaba pintado para ejercer una importante labor en dicha colectividad. La tarea sería simple: transportar unas cajas de cebollas a lugares distintos en un furgón. Cándido como era, aceptó de inmediato la pega, imaginando que entraría al rubro agropecuario, porque si ahora eran cebollas, después podrían ser frambuesas, guindas o arándanos.
Lamentablemente, muy poco tiempo después se enteró por la televisión que su amiga había sido detenida junto al resto de los integrantes de la empresa aquella. Como era cándido pero no tonto, tomó cartas en el asunto fondeándose en una casa que había heredado de una tía y que se encontraba en un balneario popular. Lo que no estaba en sus cálculos fue que una de esas “personas que quizás conozcas” era un integrante de la policía de investigaciones que recordó su rostro, ya que fue el que le respondió que no lo había visto ni en pelea de perros. Con su entrenado ojo avizor lo reconoció a través de la fotografía que guardaba entre sus pertenencias la “Chascona” esa mujer "cordial" que le ofreció la pega.
Hoy, Pancho ya no es Pancho sino un gurú hindú envuelto en túnicas blancas y turbante que vive en una ciudad que colinda con Argentina y que mientras atiende a su clientela, tiene el ojo puesto en las noticias policiales para poner sus pies en polvorosa en cuanto intuya que vienen por él.
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