Lo conocí en el cumpleaños de mi amiga de la infancia, cuando tenía diecinueve años, y se llamaba igual que mi papá, Bernardo.
Me esperaba a la salida de la escuela vespertina a la cual iba cursando el quinto año del Perito Mercantil.
Era oriundo de Córdoba. Recuerdo que era muy lindo, alto, morocho, muy dulce. Yo era virgen.
Un vez que me vino a buscar, ya estaba decidida, a romper esa fina piel, el himen que me separaba del que yo creía sería el éxtasis puro y duro.
Fuimos a un hotel. Las primeras caricias eran suaves y propiciatorias del momento. Intuí que algo rígido y desconocido se me insinuaba, pero no sabía bien donde iba a colocarlo.
Tuve una muy deficiente educación sexual. Al estar en la escuela secundaria, y al advertir que mi madre no me contaría nada al respecto, había concurrido a un hospital a fin de asistir a un curso de educación sexual. Estuve muy consternada, cuando al final del curso, nos mostraron un parto, y en vivo una placenta.
Cierta vez que estuve en el colectivo acudieron a mi mente las escenas que había dibujadas en el pizarrón, y no podía comprender como mis padres habían tramitado eso que había observado.
Bernardo fue muy delicado aquella noche, pero ante la mancha en las sabanas no pudo comprender lo que yo le había musitado antes en el oído muy suavemente. Se lo expliqué y pensó que estaba bromeando, lo que me puso muy molesta e iracunda. Recuerdo que cuando me presenté a trabajar al día siguiente, me parecía que mi andar había cambiado y que poseía una cualidad diferente, un olor corporal singular.
Que todos en la oficina se darían cuenta de que ya había experimentado el sexo por primera vez en mi vida.
Meses después me dijo que ya no podíamos salir, porque él era demasiado para mi, excusa barata para que lo dejara tranquilo.
Igual sume experiencias, un día que fui a su departamento en la calle Gaona y tuvimos relaciones con las ventanas abiertas y sin cortinas. En esa época yo usaba lentes de contacto, fui miope muchos años de mi vida, al no llevar el estuche correspondiente los puse en un vaso, y no pude encontrarlos de nuevo. Sin los lentes no veía nada y las brumas y sombras alrededor me daban una sensación de libertad. Me vino a la memoria la canción de Puerto Pollenza, de Marilina Ross
Era inmune a los comentarios y miradas ajenas.
Pero el mandato de conseguir marido y casarme seguía intacto, lo que sucedió después de pocos años. Me casé como quería mamá, tuve tres nietos para mi abuela. Después que mi mamá falleció me divorcié.
Tiempo después conocí a Hugo, el mecánico. Vivimos juntos durante siete años hasta que murió.
Solo recordé, cuando lo vi en el féretro su sexo en mi boca que siempre estaba lavado con jabón Dove, para esa fellatio majestuosa.
Antes de divorciarme tuve un amante casado.
Sucedió una vez que estábamos en su casa, y sus pies se enredaron con mi sorpresa con los míos, debajo de la mesa, y pensé que había sido una casualidad. Al despedirnos me tocó un seno sin disimular. Ahí me di cuenta que sus intenciones eran iguales a las mías. Empecé a expresar mi deseo y a estar feliz con el poder lograrlo. Alguien que también me deseaba sin disimulo y con total desparpajo. Hasta el día de hoy lo conservo como amigo y confidente. Hablamos por celular recordando los tiempos remotos y la juventud pasada, ansiosos y untuosos testigos de haberlo logrado, una intimidad furiosa, de hoteles a las 2 de la tarde, de duchas compartidas, de beber vino de su boca de uvas. Ahora cuando me llama me dice que está viejo, ”viejos son los trapos”, ese trillado pero fresco latiguillo le contesto, y nos reímos juntos. Él no tiene nietos así que yo alardeo de mi descendencia con jactancia y también nos reímos juntos. Hasta recordamos cuando tuvimos sexo en el auto de él, ni bien había venido de la playa y la arena estaba por doquier. Mis órganos habían quedado ardidos del roce, por lo que finalmente decidimos no seguir con esa fruición y lujuria. En mi memoria todavía lo gozo.
|