Antenoche vibró mi teléfono. Era uno de mis hijos que me llamaba para que le redactara algunas palabritas con motivo de un embarque de ataúdes. Así lo dijo para que mi curiosidad se encaramara en el lomo de algún escalofrío. Si bien, esto ya me lo había comentado, el asunto consistía en que al día siguiente sus dos abuelos, en rigor, mis ex suegros, serían devueltos a la superficie desde el nicho en que permanecían para destinarlos a otro camposanto. Alguna noción tenía yo de ese asunto puesto que hace un tiempo, un primo dilecto me pidió que lo acompañara a la exhumación del cadáver de su madre, el que sería reducido para que descansara en paz en un nicho definitivo. Esto lo conté hace poco y recordé la escena aquella contemplada desde prudente distancia cuando el trabajador desarticuló la osamenta de la tía para luego introducir sus restos en una caja metálica.
Recuerdo el sonido de los huesos meciéndose al compás de nuestros pasos, sostenida la caja por otro primo que la portaba sobre su hombro con la mayor naturalidad. Pero esa es otra historia. Ahora, debería incursionar de alguna manera aleatoria en la sensibilidad de este muchacho mío, asunto que se bifurcaba en dos aspectos: el sincero amor de él por sus abuelos y la forma como yo redibujaba esta emoción tratando de hacerla suya. Recuerdos, anécdotas, situaciones que surgieron mucho antes que todo se consolidara y los apellidos se fundieran de algún modo en la carne trémula de estos pequeñines. Pero eran evocaciones mías, distantes del sentimiento genuino que pudiera sentir mi hijo. Apelé pues a sus experiencias, a las confesiones, a los desencuentros y abjuraciones. Nada que sea muy diferente a lo que se estila en las demás familias, en donde el amor se disputa y se riñe entre favoritismos y celos que oscurecen la convivencia. Primó pues mi percepción de aquellos encuentros, de las pequeñas situaciones, de las palabras dichas al vacío y que ahora recogía como frutos sin estación.
De este modo, el discurso se fue hilando solo, con la voz destemplada del adolescente, los lloros de ese niño contenidos por su abuelo y mecido y aupado por su abuela. La voz serena, juiciosa del hombre que hoy se miraba en ese espejo ajado que soy yo, fundamentando cada cosa en su mente de ingeniero para que todo calzara con absoluta precisión. Pero eso no me servía, los sentimientos se mecen en una superficie movediza y estructurarlos como si fuesen parte de una ecuación, transformaría mis palabras en una secuencia en donde el sentimiento quedaría a la deriva.
El niño me servía, sus pupilas juguetonas, los arrumacos, ese sentimiento que no se transa y sólo se opaca cuando el cariño debe ser repartido con otros pergenios tan necesitados de cariño como él.
No pude abstraerme de su imagen: el abuelo, de voz bronca e imperativa, hombre rudo construida su personalidad por cada uno de los rigores que enfrentó en su juventud. La abuela, risueña, acogedora, comunicativa, jamás discutimos y tengo entendido que me tenía en consideración.
Las palabras fueron surgiendo acuosas, dúctiles, dictadas por el cabro chico que junto a su hermano se hicieron fuertes en esa residencia. Se sabían queridos, acogidos y aunque el celo me enturbie el pensamiento, ese abuelo muchas veces suplió al padre que soy yo, prodigándole un amor que nacía sincero, sin dobleces.
No pretendo aburrir a nadie con este relato. Al cabo de un lapso que no dimensioné, ya había finalizado ese discurso. Revisado y corregido más de alguna vez, se lo envié por el Whatsapp y recibí de vuelta su agradecimiento y una carita sonriente.
Al día siguiente y por ese mismo medio me llegaron las imágenes llorosas de hijos y nietos pronunciando sentidas palabras para los difuntos, cuyos féretros ya se aprontaban a viajar a un destino definitivo. Una infinidad de globos blancos surcando el cielo gracias al aliento alígero del helio rubricó esta historia. Como coloqué al final de ese discurso, ahora repito con un algo de emoción rescatada de los recuerdos: descansen en paz.
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