Fueron dos casatas de helado las que se despachó don Rubén acomodado en alguno de los escaños de la pequeña placita que lindaba con su casa. No tenemos idea como lo hizo, si fue una idea preconcebida, para lo cual se apoderó de alguna cuchara antes de salir o bien se las ingenió para fabricarse una. Lo peor hubiese sido que hubiese sumergido sus manos en la pastosa delicia y después se hubiera re chupeteado los dedos hasta acabárselas. No lo sabemos, pero fue la señora Melania la que golpeó la puerta para avisarle a su esposa con su voz bañada en el azoro lo que había hecho don Rubén, tan compuestito y tan caballero y ahora sorprendiendo a quien lo viese, despachándose ese par de casatas. En ese barrio todos se conocían y el marcaje se realizaba con una precisión matemática. Algo que ni los mejores defensas del mundo del fútbol pueden lograr. Por lo mismo, todos se cuidaban de los demás y los demás de cada uno de los vecinos.
Doña Marta, su esposa, sabía que algo raro le estaba sucediendo al hombre, pero no comprendía qué diantres era. Siempre reconcentrado, sus palabras parecían pasar por algún cedazo que las deshilaba hasta transformarlas en tenues filamentos que apenas alzaban el vuelo se desplomaban anémicos. En ese trance, las conversaciones eran vagas, mustias, sin que ella pusiera demasiado empeño en agarrarles el hilo, ocupada como estaba en sus menesteres domésticos o bien, simulando que estos se multiplicaban como enredaderas en el pequeño ámbito de su cocina.
Pero pistas había en todo caso. En alguna ocasión, su esposo le había confundido con su madre, llamándola como tal. La mentada señora yacía hacía más de dos décadas bajo lápida por lo que ese “involuntario” error no dejó de inquietarla. Menos aún si se considera que jamás se trataron de manera cariñosa. Ella era Marta, para todos los menesteres y él, Rubén para lo poco y nada que fuese necesario. La TV, el diario y una que otra vez la radio eran sus ocupaciones más recurrentes. Los hijos se habían ido marchando de la casa en una sucesión casi matemática. Acaso, ninguno quiso quedarse y matrimoniada la primera, le siguió la segunda y el tercero no demoró nada en hacerse de una novia para emprender la retirada. No hablaremos de nido vacío porque es posible que los padres ya desearan este desbande para ganar más espacio en la ya reducida vivienda.
Primero fue “mami” y después otras actitudes hasta cierto punto preocupantes, como desvestirse en el living y a veces pasearse desnudo por las habitaciones. Esto contrastaba con el excesivo celo que siempre tuvo don Rubén de no mostrar ni siquiera las uñas de sus pies. Los hijos bromeaban siempre sobre ello, ya que de él sólo conocían su rostro y sus manos, el resto del cuerpo era un misterio.
-Puede que su cuerpo sea de paja- expresaba jocosa la menor de las hermanas, lo que producía una bomba de racimo de carcajadas de los otros.
-Acaso nuestro padre es Pinocho- murmuraba el hermano, seguido todo ello de estruendosas risas.
Lo cierto es que doña Marta quiso saber de boca de su marido los pormenores de las dos casatas y yéndose por las ramas, como procedía cuando intentaba de sonsacar algo, dijo:
-¡Tengo unas ganas de comer helado!
Don Rubén no se inmutó y continuó mirando la televisión.
Ella insistió:
-¿Quieres que nos sirvamos helado, Rubén?
Nada. Parecía muy interesado de lo que exhibía en la pantalla, considerando que sólo se repetían los archiconocidos comerciales.
Se rindió y prefirió irse a la cama. Él se levantó también y ambos se fueron a dormir. Pero lo de ella sólo fue entrecerrar los ojos para que sus pensamientos discurrieran líquidos y preocupantes. ¡Si doña Melania no le hubiese venido con el cuento! ¡Señora copuchenta que siempre se empeña en opacar la tranquilidad de los hogares! ¡Es posible que Rubén tuviese sed, que estuviese acalorado, que sé yo! ¡Estaba en su derecho de refrescarse!
Mas, antes que el sueño la tumbara compasivo, entendió que algo raro estaba pasando, que su esposo estaba extraño y que se estaba engañando a sí misma con todas esas elucubraci…zzz.
Lo cierto es que el pobre don Rubén acabó perdiéndose en esa maraña infame que todo lo trastoca, olvidando lo más elemental de un ser humano. La pobre señora debió utilizar pañales para evitar que la suciedad se dispersara por su casa. Y cuando aparecían los hijos, el hombre les preguntaba si habían ido a visitar a su madre. Ellos, acongojados, le respondían que sí, que estaba bien y que le enviaba saludos.
La enfermedad lo tumbó en la cama y las hijas se turnaron para mudarlo y facilitarle la existencia a la madre.
Unos meses después, don Rubén falleció sin saberlo. Sólo un retortijón, un fruncido de cejas y nada más. Fue lo mejor para esta historia que comenzó acaso mucho más atrás que ese par de casatas consumidas a la vista de todo el vecindario.
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