El retorno del mongol
El norteamericano hablaba con Fen Shui pero su interés estaba puesto en ella. Sus dedos abrazaban el desnudo y frío vaso cervecero y las gotas, vencidas por la gravedad, creaban húmedos surcos en su caída por el vidrio. Ella lo observaba de reojo, coqueteando con mesura desde el lado opuesto de la mesa, la cual vestía sobre su superficie huellas circulares, tanto nuevas como viejas; testimonio de tantos otros encuentros.
—¡Salud! —anunció el director de la compañía de teatro.
—¡Salud! —respondió a coro, el elenco internacional.
Pese a que el director era un hombre elocuente, no lograba definir el origen de aquel hombre mayor de pelo claro y ojos azules, que dirigía todo desde las sombras, y se preguntaba quién lo aconsejaría detrás de los telones.
Con algunas actrices y otros actores, le fue más fácil. En el caso de Chris, él hablaba, pensaba y actuaba como un gringo; los hindúes no podían sino llevar una marca entre las cejas; y los nórdicos llevaban todos un casco con cuernos y una copa con forma de cráneo en la mano.
—¡Salud! —dijo alguien y a coro lo siguió el resto.
Ella lo había apostado todo en su esperanza de que Chris la conquistara. Quizás, no tanto por la buena apariencia que él tenía, pero sí, por todo aquello que él representaba: hacía tiempo que ella quería comerse al mundo, parte por parte, y se enteró de que él tenía cuchillo y tenedor.
Además, él era el actor más prominente de la compañía y ella podría lucirse en el foco de su fama. No podía ser de otro modo; lo necesitaba para convertirse en algo más digno de estos tiempos modernos.
Su vecino desde la infancia, Tzov, no estaba de acuerdo. Sentado a su lado izquierdo, él fruncía el ceño y escondía la vista en su reloj con la mandíbula apretada, tan solo ella le sonriera al americano. Tzov estaba notablemente molesto porque ella se había invitado sola a la ocasión.
—No te metas con ese farsante —le advirtió al verla sonrojar cuando Chris, tempranamente, había hecho su primera movida.
La eterna discordia entre Tzov y el americano era de conocimiento popular. Sin embargo, ella había descubierto que Chris y Tzov podían ser archienemigos en la tarima pero no tanto así, fuera de ella. Un lazo misterioso los unía.
Repentinamente, Chris se paró de su asiento mientras estiraba dramáticamente un brazo apuntando a Tzov.
—Oportunidades como éstas son escasas. Hazme el favor y déjame el asiento libre: ella es mía.— alzó el vaso con el fondo hacia el cielo y luego, lo tumbó boca abajo sobre la mesa.
El golpe del vidrio vacío y desnudo debería haber servido de advertencia para ella, como una bala, cuyo estallido anuncia una fatal secuela. Pero no. Ella estaba hipnotizada por Chris, su gran tamaño, sus ropas finas, su heroico semblante. Su admiración por él, dibujaba la ondeante capa que le faltaba.
Un leve mareo la envolvió por un instante. Por su mente pasaron mil imágenes. Invocó al pasado en busca de cordura. La memoria de generaciones de pesares y alegrías, se hizo presente y lamentó su ignorancia respecto a sus raíces. Le habían contado que su padre fue un noble prusiano, quien decía que la boda con su madre solo había sido parte de un acuerdo. Otros, relataban la vida de su madre como una vikinga anarquista y madre soltera que promulgaba la libertad y predicaba en contra del matrimonio. En el seno del reino, decían que fue engendrada por una princesa tártara, bajo las cuatro estrellas que marcaban el epicentro de la tierra, entre el monte, el río y el mar negro; y por ende, ella sería por siempre la hija de todos los pueblos.
A paso seguro, Chris se acercaba a su lado de la mesa. Su lógica le decía que, de querer huir, el momento era el preciso pero el sueño americano era demasiado tentador. Cuando llegó a su lado, Tzov dijo algo, pero ambos lo ignoraron por completo.
—Quieres ser mía— anunció con voz suave y seductora, mostrando una sonrisa muy blanca, como si viviese con el privilegio de tener un dentista de bolsillo.
Sentada en la orilla de la silla, apoyando el peso sobre la punta de los pies, la emoción la embargaba. Dejó escapar un par de risitas de cortesía mientras el elenco, sediento y expectante, esperaba su reacción.
Queriendo decir nada, dijo mucho. Tanto, que dejaron de oírla.
Mientras tanto, Tzov, se aferró al asiento y con una voz amenazante que venía de tiempos del zar, exclamó fuerte para que se escuchara en el mundo entero:
—¡Sobre mi cadáver! Ella es mía.
El estipulado causó conmoción entre los presentes. La voces del inglés, el italiano y la francesa se pronunciaban, simultáneamente, sin oírse, siquiera, a sí mismos:
—¡Qué descaro! ¡¿Cómo se le ocurre?!
—¿Con qué derecho? ¡¿Quién se ha creído, éste?!
—¡Es un terrorista! ¡Orden y castigo, por favor!
Era un interminable murmullo que aumentaba en volúmen, mas cual argumentación seguía siendo incomprensible.
—¡Están todos equivocados! ¡Ella me pertenece a mí! —irrumpió el polaco con voz chillona.
Ella, que ahora en silencio era testigo del lío que sin querer, queriendo, había armado, se sintió repentinamente dividida. Y una de esas partes suyas, fue la que arrojó el primer vaso al aire.
En un abrir y cerrar de ojos, el paisaje era un caos. Todo lo que alguna vez estuvo en su lugar, volaba ahora como un proyectil, sin ética ni moral; sin razón o sentido.
Fen-Shui, la bailarina que vestía un largo vestido rojo y un cinturón con hilos de seda que daban vuelta a su cintura numerosas veces, observaba tranquilamente la escena. Ya llegaría su momento de actuar.
Chris intentó tomar el liderazgo parándose en el centro de la mesa mientras Tzov y el polaco se desafiaban a poner sobre la misma, hechos históricos que demostraran quién tenía la razón, cada cual armado con una cuchara en la mano. El resto rompía las sillas para de su fundamento construir estacas. Si alguna vez fueron contrincantes, estaba claro que en este conflicto, nuevamente, todos eran aliados.
La situación parecía haber dejado a Tzov en desventaja cuando, explosivamente, Fen-Shui se elevó treinta centímetros del suelo, extendió los brazos y, arrastrando la cola roja del vestido, levitó, situándose al lado derecho de Tzov.
Con espanto, alguien gritó que la china no era de confiar. Unos comenzaron a llorar; otros, a gritar y, ciertamente, alguien reía. Los brazos con estacas en las manos se alzaban en lo alto, clamando justicia; el conflicto entre el guion y las escenas propuestas era cada vez más absurdo.
Desde afuera, los paparazzis en la calle observaban con entusiasmo este recuadro a través de los grandes ventanales, sin poder concluir si era una real disputa o un ejercicio de improvisación. Pero ¿qué espontaneidad habita en algo que continuamente se repite?
Acorde al presagio, desde la cocina se escuchó entonces un estremecedor bramido. El cocinero apareció por detrás de la barra de expedición. Llevaba en la mano un cuchillo gigante, muy parecido a un sable, que con furia azotó sobre el mesón.
Una brisa petrificante recorrió la sala y el silencio reinó.
—¡Ella y todos ustedes serán vencidos! ¡Vengan y beban de la copa de la destrucción! —gritó el cocinero mongol que más de alguna vez fue protagonista del elenco, galopando con el cuchillo y el cabello al viento, preparado para volcar su heredada furia contra todo quien se pusiera en su camino. |