La escena, como de costumbre, es de una familia normal en el desayuno. Están Sandra y Jaime, esposos y padres de Esteban, y Teresa, madre de Jaime. De pronto ocurre lo inesperado, lo que gatillará el pequeño drama familiar. Mientras Teresa abre el pan para echarle mantequilla se le mete una mosca en la boca. Los abuelos siempre son buenos candidatos para los desastres domésticos, hacen cosas raras y están expuestos a lo absurdo. En este caso el error de la señora Teresa, de ochenta y dos años, es que mantiene la boca abierta por demasiado tiempo, en consecuencia, se traga la mosca y empieza a ahogarse. Sandra, pensando en que es otra más de las bataolas fingidas de su suegra, se pone de pie de mala gana, se ubica por atrás y empieza a golpearle la espalda no tan suave como debiera. El descalabro va en aumento. La maniobra de Sandra empeora la condición de Teresa, que se pone amarilla y desespera y emite quejidos más fuertes. Jaime se asusta y ordena que traigan agua, “¡Agua!”, pero ninguno recoge el mandato. El que debería ir, Esteban, hijo único del matrimonio y nieto regalón de Teresa, está mirando un video con los audífonos puestos y no sopesa la urgencia. Tampoco es que sea un lince. Cuando su padre le grita por segunda vez recién se saca los audífonos y pregunta qué pasa. Los adolescentes, en teoría, son más ágiles que los adultos, pero hay que recalcar que es en teoría. Al cabo de unos segundos de reflexión Esteban entiende lo que sucede y va a la cocina a por el agua. Mientras tanto Jaime y Sandra le tiran aire con las manos a la afectada. La mosca, por alguna razón contraintuitiva y antinatural, se estaciona en el esófago de la anciana. Esto causa efectos desastrosos, porque además de la picazón interna, se le sube la presión y el corazón le entra en fase de taquicardia. Teresa gime sin saber por qué algo revolotea en su interior. Llega Esteban con el vaso con agua y Jaime le da a beber. Podríamos acabar el cuento aquí, ella bebe y la mosca muere ahogada. Pero sería pretensioso llamar cuento a esta simple anécdota. Hay que poner más palabras, más desarrollo. Está, por ejemplo, la cuestión probabilística de una mosca que se mantiene viva dentro del esófago. Ninguna, dirán los lectores, es físicamente imposible. Humildemente pediría un poco más de credulidad. Les puedo asegurar que la mosca está ahí. Y no solo eso, además sobrevive al agua que cae por la garganta ¿Cómo? La abuela traga un sorbo de agua, en ese momento inspira, le entran unas gotitas a los pulmones y ya sabemos lo que pasa: se trapica, tose, escupe y el insecto se salva. Ergo, Teresa sigue desesperada y la familia, cuál de todos más torpe, no puede ayudarla. “Suegra, cálmese y respire hondo” le dice Sandra. “Hay que llamar al médico” apunta Jaime, y busca el celular y revisa sus contactos. Marca, espera, pero el médico no contesta. Con el teléfono en la oreja mira a su madre cada vez más pálida y piensa que quizá llegó el momento para el que tanto se había preparado. Tal vez su madre necesitaba descansar, por fin, de las penurias de la vejez. Igual no sería tan malo, cavila, que se fuera ahora rodeada por sus seres queridos. Pero luego se le vienen a la memoria imágenes de su infancia, los cuidados de su madre en su primer día de clases, el viaje a Buenos Aires. Recuerda, por ejemplo, que su padre fue con ellos pero que en algún momento desapareció. “Se quedó”, le dijo su madre llorando mientras subían al bus, “para buscar un mejor trabajo”. Jaime sintió rabia, pena, y cortó la llamada y volvió a marcar a otro médico, que no era tan bueno como el primero, pero no estaban las cosas para regodearse. “Aló, Bernardo, sí, necesito tu ayuda urgente, es mi madre, parece un ataque, en casa, por favor, gracias”. “Viene Bernardo” anunció satisfecho. Acá tenemos que hablar un poco de este doctorcillo, meter algo de su indolente vida profesional, su falta de convicción y ética ¿Cuántos pacientes murieron por su ineptitud? Varios. Mencionemos sólo a uno, el maestro Zapata, un gásfiter que sufrió un accidente cardiovascular mientras destapaba un lavadero. Cualquier galeno mediocre lo hubiera enviado de inmediato al hospital, pero Bernardo le dijo que no era grave, le dio un par de ibuprofenos y lo mandó a descansar. Zapata murió a las dos cincuenta de la mañana por un infarto. Además, este doctor malo diagnosticó y trató negligentemente cánceres de estómago, enfisemas pulmonares y heridas gangrenosas. En todo caso a él poco le importaba su reputación, porque nunca quiso ser médico, su verdadera vocación eran las tablas, los escenarios, las luces y los aplausos, pero en su época los hijos debían hacer lo que los padres ordenaban y la actuación era para vagos y melenudos, “no para ti, Bernardo, hijo de un gran y afamado médico de cabecera”. Y aquí lo tenemos, apático, cabizbajo, a punto de salir de su casa para ir a ver a doña Teresa. Si tan solo se muriera antes de llegar pensaba el doctor Bernardo demorándose lo más que podía en arreglar su maletín. Porque lo único que le gustaba de su profesión era cuando los pacientes estaban muertos y él sólo debía certificar el deceso. Entraba en la habitación, cerraba la puerta y desde el umbral observaba unos instantes si el cuerpo mostraba señales de vida. Si no se movía, suspiraba aliviado.
Bernardo, antes de salir, se toma un café, se lava los dientes y hace muecas frente al espejo. Luego, mientras conduce, chatea con una amiga. Le dice que está ansioso por verla y que le gustaría repetir lo de la otra vez, cuando “me masturbaste con tus pies”. Ella, desde algún lugar de la ciudad le responde “ya, juntémonos a la hora y en el motel de siempre porque también estoy caliente y quiero que tu leche escurra por mis dedos”. Al doctor Bernardo se le erizan los pelos, toca la bocina y acelera. Estuvo a punto de meterse debajo de un camión, pero frenó a tiempo y siguió su camino manoseándose la entrepierna de vez en cuando.
En la casa Jaime trata de calmar a su anciana madre. Ella, en su asfixia, no ha podido modular palabra durante todo este rato. Sólo ha indicado con gestos que tiene algo dentro del pecho. Aunque al principio creyó que era un buen momento para que su madre muriera, Jaime recapacitó y ahora está realmente angustiado. Sandra y Esteban, al contrario, están hastiados y hace un rato empezaron a mostrar signos de aburrimiento. Sandra, por ejemplo, se apartó de su suegra para ver su celular. El mensaje implícito de Sandra a Jaime fue claro, es tu madre, hazte cargo. Jaime lo entendió perfecto y sintió que con ese gesto algo se rompió definitivamente. Mientras acariciaba a su madre no sólo vio alejarse el cuerpo de Sandra, también el delgado vínculo emocional que los unía, y pensó, conmovido, hasta aquí llegamos, no hay razón para seguir juntos. La relación, imperioso es decirlo, estaba desgastada y venía mal desde hace un par de años. Hagamos un somero recuento. Como ocurre generalmente en la primera etapa matrimonial, la de la pasión, todo fue maravilloso entre Sandra y Jaime. Muchos proyectos, el nacimiento de Esteban, la casa nueva, los viajes, la juventud de ambos con todo lo que ello implica en vitalidad y libido. Luego pasaron al período de la estabilidad y costumbre. Desplegaron sus diferencias y lograron resolver sus conflictos con madurez. Hubo ciertas renuncias, pero se transaron por el bien de la relación y de su hijo, que crecía sano y fuerte. Con todo, y pasados quince años, algo se deterioró y causó el derrumbe. Empezó con el olor. En la primera etapa el olor mutuo era seductor y provocaba puras sensaciones gozosas. Luego hubo una especie de neutralización psicológica y sensitiva, sus olores se mimetizaron con la vida familiar y se tornaron neutros, ni molestaban ni agradaban. Hasta que un aciago día Sandra entró al baño y sintió que el olor de Jaime era el más repulsivo del mundo, y se preguntó cómo había podido soportarlo tantos años. Luego comenzó lo de los pelos. Aparecieron en la cama, en la cocina, en la ducha, en el sillón. Jaime los aguantó un tiempo porque pensó que, tal vez, exageraba y no era tan grave, pero cuando halló uno en la ensalada se hartó y sin pensarlo le dijo a Sandra “mira, esto es asqueroso, y están por todos partes”. Sandra lo miró con cierta ironía y no dijo nada porque estaba segura que el único asqueroso de la casa era él. Sin embargo, todavía faltaba la guinda de la torta. La frase que destruiría lo último que quedaba entre ambos, el respeto. La frase fue dicha en un tono tan burlesco y con tan evidente desprecio que no dejó dudas. Discutían sobre cómo los años van deteriorando el cuerpo, y Jaime, con cero sentimiento de culpa le soltó a Sandra lo siguiente: “¿y tú?, mírate al espejo, por favor”. De aquí en más todo fue cuesta abajo y empezó la cuenta regresiva. En eso están Jaime y Sandra, contando en reversa hace dos años. Y con lo último que hizo Sandra, cuando se alejó de Teresa, el patriarcal Jaime pensó en el cero, el fin. Bien, congelemos el conflicto aquí, porque toca el timbre el doctor Bernardo. Entra, saluda, pregunta qué sucede y Jaime le hace un resumen que remata con “parece que algo se le metió en la garganta y la ahoga”. Teresa está sentada, quejándose, pero ya un poco más apaciguada, lo que, por cierto, generó mal humor en Bernardo. A ver, dijo, y se acercó a la señora y le puso el estetoscopio en el pecho. Le ordenó que cerrara la boca, “respire profundo y bote por la nariz” dijo sin mirarla. El doctor escucha el leve zumbido de la mosca que trataba de despegarse de la pared del esófago agitando sus alitas. “Hay algo”, dice, “mantenga la boca cerrada y respire con suavidad”. Teresa se aguanta las ganas de toser. El doctor busca con su aparato el lugar exacto desde donde proviene el sonido. “¡Aquí!”, dice. Todos expectantes. “¿Qué es?” pregunta Jaime. “Parece un insecto” responde Bernardo. Sandra y Esteban ríen descaradamente. Pero a Teresa no le hace gracia, abre los ojos y empieza a convulsionar, se agarra de la camisa del doctor y lo sacude. El doctor intenta soltarse, pero la abuela tiene más fuerza que él. Jaime trata de destrabarlos, mas no quiere forzar los brazos de su madre. “Suelta al doctor, mamá”, le dice con suavidad. Teresa lo suelta pero en su desesperación agita las manos y le rasguña accidentalmente el rostro, luego emite un alarido gutural y desfallece. El doctor se toca la mejilla y nota que tiene sangre, vieja de mierda, piensa. “¡Mira lo que me hizo!” le grita a Jaime, que no sabe qué responder. Bernardo va al baño a mirarse la herida. Todos están estupefactos. Jaime atina a tomarle el pulso a su madre, que tiene la cabeza inclinada y la boca semi abierta. Sí, tiene pulso y respira, sólo fue un desmayo. Al rato algo pequeño y negro empieza a salirle por la comisura de los labios. Es la mosca. Está aturdida, mojada, y se arrastra. Jaime no lo puede creer, y les dice a su esposa y a su hijo que vengan a mirar. Los tres, maravillados, observan cómo la mosca empieza a recomponerse, se acicala con las patas, se las pasa por la cabeza y sacude sus alas. Por alguna razón no la quieren espantar, acaba de salir del interior de Teresa y hay algo inconmensurable en ese acto. La mosca da una vuelta y se detiene en el borde de la boca, como mirando el abismo del que acaba de salir. A todos se les aprieta el estómago, pero ninguno quiere moverse y provocar que el bicho se meta otra vez dentro de Teresa. Están paralizados. El doctor sale del baño más molesto que cuando entró. Se limpia el rasguño con un pedazo de gasa. Ve a los tres personajes estáticos frente a la anciana y pregunta qué pasa. Esteban le dice que la mosca salió, pero que está a punto de entrar nuevamente. Bernardo se acerca sigiloso y cuando está a medio metro da un puñetazo a la mesa. Todos se estremecen. La mosca, espantada y libre al fin, abandona a Teresa, dibuja una espiral en el aire, sale por la ventana, sobrevuela el jardín y mira con sus ocho mil ojos los jazmines y las petunias, cruza el cerquito de madera, llega a la calle y en la vereda, indecisa, revolotea de aquí para allá hasta que olfatea un delicioso mojón de perro y va feliz a posarse en él. Son sus últimas horas de vida. De la casa asoma el doctor farfullando insultos y da un portazo al salir. El silencio que sigue es sepulcral. Adentro, alrededor de una mesa desordenada, Sandra, Jaime y Teresa tratan de medir lo vivido. Esteban, por su parte, se pregunta si el desayuno va a continuar.
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