María ya estaba en edad de merecer. A decir verdad, ya se le estaban debiendo varias merecidas, puesto que acababa de cumplir los treinta y cuatro años y ningún aspirante a príncipe azul se avizoraba en el horizonte, ya que los posibles candidatos tomaban intrincados atajos con tal de no encontrarse con la damisela aquella, que sin ser fea, terminaba por hostigar a sus interlocutores con su agobiante verborrea. La chica comenzó a languidecer a causa de esto, ya que soñaba con encontrar a ese hombre adorable que le diera real sentido a su vida, demasiado apagada y sometida a cuanta telenovela y librito rosa que estuviese a su alcance.
Esa mañana se acicaló más que de costumbre y en realidad hasta se veía atractiva con esa blusa algo escotada y esa falda que sin ser extremadamente corta, dejaba ver buena parte de sus bien torneadas piernas. Conduciendo su fiel auto, un Chevrolet un tanto destartalado, pensaba que debería invitar alguna tarde de esas a sus amigas. Quizás ellas le dieran un buen consejo para cazar a algún huidizo muchacho y seducirlo con las artes de su feminidad. Tan ensimismada iba que no reparó en una mujer ataviada con largos vestidos, que cruzaba la calle. El frenazo fue brusco pero alcanzó a esquivarla. La mujer, que en realidad era una vieja gitana, vociferó algo que no pudo escuchar y después le hizo unos extraños gestos con sus manos. María sonrió escéptica, pero no pudo evitar intranquilizarse cuando la mujer se acercó al parabrisas de su coche y le gritó con voz chillona: -Nunca conocerás el verdadero amor y cuando creas haberlo conquistado, este escapará de tus manos.
¿Qué podría saber aquella arpía de su vida amorosa? –se preguntaba la muchacha, mientras acomodaba las bolsas de mercadería en la parte trasera de su auto, sin dejar de estremecerse por el extraño suceso.
Aquella noche, María soñó que paseaba tomada de la mano con un apuesto varón por una curiosa playa de aguas extremadamente azules, casi negras y arena demasiado anaranjada y muy suave al tacto. El cálido viento mecía su negra cabellera y él, su supuesto galán, vestía blancas prendas, su pelo era muy canoso y usaba un par de lentes oscuros que contrastaban con su rostro albino. El cielo reflejaba tonos violáceos, las montañas eran rojizas, todos los colores parecían alterados en ese singular paisaje y sin embargo ella se encontraba tan a gusto, tan relajada y por supuesto muy pero muy enamorada de aquel hombre que caminaba a su lado.
Despertó muy nerviosa. Miró su reloj. Las manecillas dibujaban las tres de la mañana. El silencio era total. Recordó las palabras de la gitana: -Nunca conocerás el verdadero amor y cuando creas haberlo conquistado, este escapará de tus manos.
¿Por qué retenía con tanta nitidez esas palabras? ¿Acaso era una maldición? De hecho si lo era. El gesto horrible de la mujer al proferir esa terrible sentencia, así lo evidenciaba. En todo caso, aún podría dormir unas cuantas horas antes de levantarse para ir a hacer algunas compras. Y después visitaría a Juana, esa amiga medio esotérica que tenía miles de respuestas para los asuntos más inverosímiles. Sintió que la garganta le reclamaba algo líquido. No, no era sed, no. Era una cierta intranquilidad que en esos momentos se le manifestaba en su órgano más invulnerable. Era su voz, eso era, deseaba gritar, clamar, dialogar, poner en ejercicio sus cuerdas vocales con quien estuviese delante suyo. No tenía perro ni gato y las vecinas eran un verdadero espanto, imposible mantener una conversación con ellas. Se levantó descalza y bajó temblorosa por la escalera. ¿Qué le sucedía? Encendió la luz de la cocina. Sobre la mesa del comedor de diario, le guiñaba su vítreo ojo un jarro repleto de jugo de naranjas. No, deseaba beber algo helado. De pronto de percató que un reguero de agua llegaba a sus pies. Lo siguió con su mirada y reparó que provenía del refrigerador.
-De nuevo está fallando- pensó para si y se acercó al aparato para verificar la avería. Asió la manilla con cautela ya que esperaba encontrarse con todo el interior inundado. Un grito de espanto, se escapó de su garganta, arrastrando consigo todas las aprensiones y molestias Acuclillado y ocupando todo el cuadrado, se encontraba la figura de un hombre, tan real que podría decirse que era un ser humano, sólo que parecía estar construido de nieve. Al proferir el grito, la gélida cosa levantó su cabeza y María pudo reconocer el rostro del tipo del sueño. Ella intentó escapar pensando que eso era el fantasma del hombre de las nieves que había llegado a su casa para aterrorizarla, pero la figura se llevó el dedo índice a sus labios de escarcha, conminándola a guardar silencio. María, al borde del colapso, se quedó paralizada junto al refrigerador, pero después, su natural parlanchín se apoderó de su lengua para lanzar una andanada de preguntas: -¿Quién eres? ¿Cómo llegaste acá? ¿Eres un fantasma? ¿Qué deseas de mí? ¿Tienes frío? ¿Me vas a hacer daño?
La figura de escarcha sonrió y varias gotitas de agua rodaron por sus congeladas mejillas. Luego, con sus blancas manos le hizo señas para que se acercara. Temerosa, la mujer dio unos cuantos pasos y cuando estuvo a un metro de él, le pareció escuchar una melodiosa voz que le decía que no tuviese miedo, que confiase en él. Y tendiéndole una mano, la invitó a sentarse a su lado. Quien hubiese visto la escena desde alguna ventana, se habría imaginado que la mujer estaba loca, allí, sentada en el piso conversando con un trozo de hielo.
Lo maravilloso del asunto consistía en que la mujer había encontrado un ser con el cual comunicarse. Bastaba que María tocase la mano de ese muñeco articulado para que de inmediato se trasladaran a los más exuberantes parajes. A veces era una colorida selva en la cual, retozaban unos hipopótamos rosados, tigres de bengala color turquesa y elefantes amarillos, en otras, viajaban por hermosos valles morados, en los cuales las orquídeas celestes y los jazmines cristalinos contrastaban con el verde claro del cielo hacia el cual apuntaban gigantescos rododendros de color calipso. El amor había llegado a la existencia anodina de María, aún más sublime de lo que ella hubiese imaginado jamás. En esos paseos alucinantes, tomada de la mano curiosamente cálida de aquel ser invernal, escuchaba su voz varonil, recitándole arrobadores poemas y cuando encontraban a su paso algún remanso, se refugiaban en las achocolatadas sombras para hacer el amor.
Todo era demasiado bello como para compartirlo. María abandonó su rutinaria existencia y refugiada en su casa, se desentendía de las llamadas telefónicas, de los timbrazos en su puerta y su único objetivo era mantener el contacto, no se diría carnal porque no lo era, con ese ser tan especial.
Muchos años transcurrieron antes que sucediera algo imprevisto. El viejo refrigerador comenzó a fallar repetidamente y a menudo dejaba de congelar. Entonces, María acudía urgentemente a la fábrica de hielo y ordenaba que le llevaran varias barras, las que eran depositadas por los empleados en la tina de baño. Los hombres se sorprendían al verla tan desgreñada y viviendo en esa casa absolutamente en desorden. Cuando ellos se retiraban, ella acudía en ayuda de su amante de nieve para sumergirlo en medio de esas barras vivificantes en donde este parecía recobrar sus fuerzas. Y ella se acomodaba entonces a su lado para viajar por los lugares más deslumbrantes, escuchando el arrullo musical que escapaba de la garganta de su enamorado. Más tarde su carne se uniría con la de él para palpitar juntos un singular episodio de amor.
Aquella mañana, María amaneció con una pesadez extraña en su cuerpo algo estragado por los años. Algo le decía que debía bajar donde su amado. Era una sensación muy tenue que apenas alcanzaba a discernirse. Como no podía caminar ya que sus piernas parecían estar paralizadas, se arrastró por el piso y dificultosamente trató de bajar las escaleras afirmándose en los barrotes. La mala suerte quiso que uno de aquellos cediera y María se precipitara al vació, estrellándose en el primer piso. Debieron haber transcurrido largas horas antes que la mujer recuperase el conocimiento. Desorientada y adolorida, recordó que no había acudido a ese llamado casi telepático enviado por su hombre de nieve. Quejándose y arrastrando su cuerpo por las baldosas, se aproximó a la cocina y cuando llegó al umbral, reparó que esta estaba absolutamente inundada. Desesperada, acosada por millares de agujas que aguijoneaban su cuerpo, sollozando y gritando cuanta barbaridad se le vino a la cabeza, enfurecida por las circunstancias, se levantó como pudo, afirmándose en los últimos arrestos de fuerza que le quedaban y abrió con la más patética de las angustias aquel refrigerador que también era nido, aquel artefacto que puso en sus manos al príncipe que ella siempre había esperado y que ahora, enmudecido por un cortocircuito, le entregaba el certificado de defunción de su hombre, manifestado en una minúscula pocita de agua. Los alaridos de la mujer partían el alma y los que dijeron escucharla, pensaron que había enloquecido. María se arrojó sobre esa porción de agua entibiada, la besó con desesperada devoción y se empapó el rostro con ella, confundiéndose aquel líquido con sus lágrimas horriblemente amargas. Las palabras de la gitana esta vez resonaron en su cabeza como una sentencia: “Nunca conocerás el verdadero amor y cuando creas haberlo conquistado, este escapará de tus manos”.
Advertida por los vecinos, llegó varios días después la policía. Lo extraño de todo fue que no encontraron a nadie en la sucia casa. María se había esfumado y ninguno supo jamás que sucedió con ella. Las pesquisas dieron como resultado que la mujer debió haberse vuelto loca y que después huyó a cualquier lugar. Los peritos, empero, jamás pudieron explicarse como era posible que dos trozos de hielo curiosamente entrelazados, hubiesen podido perdurar tanto tiempo en estado de solidez, a pesar de estar el congelador descompuesto y con un calor endemoniado como el que asolaba por esos días a la ciudad…
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