Sentada cómodamente en el sofá de la sala, abre el añoso álbum sobre sus rodillas. Lo hace lentamente y con un cuidado de curaduría. Emocionada comienza a revisar. Lleva años sin hacerlo. Está sola en casa de sus padres; ambos andan fuera haciendo sus cosas.
La primera foto es de ella con apenas tres años de vida. Luce hermosa disfrazada de muñeca pepona. Apenas se reconoce con los cachetes pintados de rojo y unas trabajadas trenzas de lana amarilla. Sus gestos expresan inocencia y distracción justo en el instante de la captura.
Su madre siempre se preocupó de retratar la vida de sus hijas. Es ella quien con afán se encarga de mantener intactas todas las fotos de la familia.
Fuera del alcance de los nietos, sus padres conservan todos y cada uno de los álbumes fotográficos acumulados a través de los años. Los guardan en un cajón de la biblioteca como hueso santo. Lo hacen con esmero y mucha preocupación. Dicen que guardarlas en internet no es lo mismo que en el daguerrotipo; que la magia se pierde.
Embuida observa que a los cuatro años su disfraz en la Polaroid es el de una bailarina; una con moño; tutú y todo aquello relacionado con Cascanueces; Giselle o el Lago de los Cisnes. A los seis viste disfrazada de tierna mariposa y se siente ridícula; a los siete de hada madrina, con varita mágica incluida; a los ocho de Hello Kitty. Y así, hoja tras hoja del álbum, van apareciendo muchos de los recuerdos olvidados por el trajín de los años. Entonces ella era más libre, tenía más tiempo para vivir, para andar por todas partes, tranquila, liviana, porque no había nada que cuidar ni nada de qué cuidarse.
Recuerda a su madre cociendo año tras año afanosamente cada disfraz. Entonces la mesa del comedor rebosaba de almohadillas, agujas, hilos y alfileres. Solía quedarse hasta la madrugada terminándolos con paciencia de artesana.
Las instantáneas donde aparece ella vestida de reina, son las que le roban una sonrisa engreída. Los bucles castaños relucen por el efecto del flash. Hoja tras hoja del antiguo album, la vida se le viene encima como un insoslayable talud. A los doce el disfraz es de Frutillita, a los trece de chinita; a los quince de Madonna, a los diecisiete de Debbie Gibson.
Hasta ahí todo bien; pero sólo hasta ahí.
En la siguiente página su rostro se estrella y cambia repentinamente de expresión. Allí está ella, pero esta vez vestida de novia y no es un disfraz el que luce en la foto.
Ya no hay risas ni buena onda, hay amargura, rabia, hay frustración. Su rostro se empalidece abruptamente.
Con furia lanza el álbum por los aires y se incorpora bruscamente del sofá. Preocupada ahora mira el reloj. El tiempo ha volado, como la vida en aquel álbum. Por la hora tiene que salir corriendo. En su departamento la aguardan el disfraz de dueña de casa y las cartulinas que mañana hay que llevarle al menor de los hijos. Su marido no tarda en llegar de la oficina y es terrible cuando se enoja. Ella ya no lo ama.
Antes de salir de la casa de sus padres, ordena todo casi con toc. Acto seguido patea con pica al gato que se cruza en el pasillo. Finalmente apaga todas las luces...todas.
- Cao Carvajal |