Pasé de contemplar mi reflejo en el abismo a dejarme atrapar por su profundo cauce, un paso al frente. Los retazos resquebrajados de una pieza de madera tallada a mano me observan desde el más recóndito recoveco de mi cabeza, desde la húmeda y corrompida acera.
La lluvia sigue cayendo. El personal médico, vestido de blanco, se apresura por tirar abajo la puerta a la cual le coloqué el seguro y me cercioré de trabar con una pesada estantería llena de libros de psicología y psiquiatría.
Todo este escenario parece una ilusión, puedo apreciar el sutil tacto del aire con mi pie descalzo, un escalofrío recorre todo mi cuerpo cuando dejo caer todo mi peso sobre ese primer paso al vacío. Recuerdo al detalle cada surco, cada delicada curva. Vienen a mi mente cada una de sus imperfecciones, cada majestuoso segundo que transcurrió mientras mis manos recorrían su superficie.
La partí en pedazos con esas mismas manos que durante tanto tiempo atesoraron su figura. Mi bata se estremece con el viento a estas alturas. Empieza el descenso, caída libre.
Una de las enfermeras, la encargada de darme las pastillas, asoma su cabeza por una de las ventanas del edificio. Lo primero que logra observar son lo pedazos de mi apreciado tallado por el suelo, acto seguido suelta un grito digno de enmarcar. Parecía que sabía lo que estaba a punto de pasar.
Una última sonrisa se dibuja en mi rostro al sentir la brisa fresca. Yo también sabía a la perfección lo que sucedería, aunque realmente no estaba seguro si era lo mejor, solamente contaba con la certeza de que se iría todo ese dolor, toda esa soledad.
Segunda ley de Newton, les sorprendería lo mucho que puede acelerar un cuerpo humano al caer desde un décimo tercer piso durante un lluvioso martes de octubre. En ese preciso instante, un ave choca contra uno de los vidrios templados, alguien encuentra la nota que dejé en mi habitación, el personal por fin logra abrir la puerta tumbando de un solo golpe el librero, mi madre termina de leer el libro que le regalé hace dos navidades y permanece por unos momentos apreciando mi firma en la última página, un descendiente de nativos americanos acaba con el sufrimiento de su compañero y procede a romper un enorme vitral en el primer piso para iniciar con su escape, los demás internos despiertan por todo el ajetreo y comienzan a reír a fuertes carcajadas. Toda esta secuencia de actos finiquita con el seco sonido de mi cuerpo impactando el suelo.
Aún me encuentro aquí, hecho pedazos al lado de los restos de mi apreciada figura tallada a mano sobre madera.
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