Me conocen. Saben quién soy. Soy lo que recorre la vida de esta ciudad perdida en un par de zapatos que son parte de su despedida. Ese personaje de un cuento extraño que refleja los actos y episodios que hacen llorar al alma o hacen encender el fuego. Un fuego que avanza con cada paso, no quemando, si no germinando, floreciendo, reviviendo. El caballero pacifista que aún no desenfunda la espada por nadie, pero que le hizo un juramento a la nada con las cuencas de los ojos vacías una tarde en el mirador de San Roque. Que porta un estandarte de las calles y los cerros y a su espalda a veces se divisan un par de alas rotas, esperando volar desde las cúspides, y a veces, despertar desde las ventanas zigzagueantes que recorren Baquedano y la Avenida Alemania.

Ustedes me saben, me descifran, me leen. Me saludan y me mueven. Soy aquel ente que a paso agigantado sube Cumming dejando saludos junto con algunas plumas. Soy ese que respira hondo en días nublados como también en los despejados.
Algo que mira el mar salado esperando que Valparaíso se vuelva dulce. Más dulce, pero también más cálido. Para no tener que migrar como los bellos pájaros que ya comienzan a adornar estas portadas del pasar primaveral. Soy el que quiere estar siempre y en todos lados. El que pasa dejando una palabra endurecida en la Cueva del Chivato, marcando y recordando la marea que escondía la buena cerveza de aquellos días. Días donde el plan de esta enorme campaña, no existía.

Dicen que soy el viaje y, al mismo tiempo, el tiempo. Ese que gira más rápido en los relojes de los bares y más lento en algunas oficinas. Ese que se detiene en el atardecer, que acompaña al lanchero en alta mar y lo devuelve con las mareas matutinas antes que el sol se levante y comience a iluminar una vez más. Antes que brillen las aspas de este barco naufragado en Portales, antes que se vean las almas de los buenos seres caídos en la gran Piedra Feliz y sus fauces.

Soy la gaviota que grazna, soy la paloma que come en la plaza. Soy la campana de tu iglesia más cercana. La bocina de la micro que pasa, el eco de un portazo en la quebrada. La lluvia entrando por las grietas de la vereda y el cañonazo a las 12.10 de cada semana.

Me levanto contigo cada mañana. Soy un recuerdo y una imagen de los infinitos bostezos y mañas. Una lágrima seca en alguna lápida en Playa Ancha. Soy el viento de Septiembre tomando el palco en el partido de los volantines. Soy la rata que cruza Avenida España. Esa que te mira justo antes de volver a su guarida. El gato que maúlla en tu techo y que se agarra de tu pecho. El descanso eterno de los perros de la Pinto. El agua estancada bajo las losas de Esmeralda. La sirena de los bomberos. El rayado de todas las murallas.

Soy un espíritu efímero encarcelado en Montedónico. El sonido del timbre en tu escuela con el grito de tus compañeros y compañeras. El pregón del camión del aseo en Barón un sábado por la mañana. La ortiga porfiada en algún patio de Rodelillo o Esperanza. Soy tan de acá, de esta tierra, de este mar como todo lo que ves y todo lo que no. Soy el gol de cualquier partido en cualquier estación. Soy los tatitas sentados en las bancas jugando brisca. Soy la casera de la feria y el chofer del trole que te lleva.

Mi cara son todas, mis manos son muchas. Y espero que algún día yo te pueda conocer, conversar contigo, aprender de ti y llenar con más palabras el gran espíritu de verte crecer aquí, bien dentro, en mis porteñas entrañas.