Creo que era una tarde de un fin de semana festivo. Y por alguna razón, aún teniendo en casa un alto número de invitados, me quedé solo con el amigo de una de mis hijas. Un tipo joven y miembro de la banda policial de NYC. Y viéndole, accionar como a cualquiera de su edad con su portátil, descubrí que las agujas del gigantesco reloj de la sala, habían perdido sus incesantes saltitos.
Entonces me incorporé y salí en busca de la pila de reemplazo. La cual, por cierto, apareció en la primera gaveta que abrí. Y alegre por lo dicho, bajé de su lugar al pesado artefacto del tiempo. Con sumo cuidado, le invertí, buscando el lugar de la tapa que oculta los engranajes. Pero, hasta ese momento, la batería permanecía en la faltriquera derecha de mi pantalón.
Y, también resulta que hasta ahí, yo había ignorado la presencia de mi acompañante. Quién, al yo escarbar en el interior del bolsillo, me sorprendió con una pregunta. Y una pregunta que tal vez a otro ser humano, no le habría provocado lo que conmigo hizo. Luego, pasado el trance y siendo cuidadoso con no equivocar las polaridades, incrusté la pila.
Y sé hizo la magia: el minutero estiró su larga pata, para producir su corto primer paso, en su nuevo despertar. Pero al girar mis piernas para engancharlo, recordé que tendría que actualizar ambas manecillas. Lo hice y me dispuse a responder la duda del joven. Cosa muy difícil, porque me llevó a lo profundo del cerebro humano. Con sus grandes laberintos y el enorme almacén de incógnitas que aloja.
Y eso, qué la pregunta sonó simple: ¿Pedro y éso trabaja?
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