Pascual, su apellido, no su nombre, realiza su labor diaria en esa oficina soleada. La jefa, doña Marta, acomodada en un lugar estratégico, impone respeto por su simple presencia. No vuela una mosca en dicho lugar. En una esquina opuesta se encuentra Roberto. Es mayor que Pascual, está casado y permanece ensimismado en sus tareas. La rutina se percibe en el tecleo de las máquinas o en más de algún bostezo embozado. Doña Marta no se mueve de su lugar e intercala de vez en cuando uno que otro comentario alusivo a los menesteres de la oficina. Pascual la contempla y sólo asiente con su cabeza. Roberto es más comunicativo e intercala más de algún comentario. Lo justo para que no se crea que está dilapidando su tiempo. Ha llegado el contador, un joven con aspecto de búho que sonríe apenas a sus compañeros y saluda con voz muy baja. Él no existe. No bien se ha acomodado en su escritorio, se entrega a su labor silenciosa, interrumpida a veces por una tos sofocada.
En algún momento, la jefa se levanta de su asiento y parte con unos documentos bajo el brazo. Es posible que acuda a la oficina del gerente para consultarle algo. Eso, si no es que ella misma ha deshecho por un instante ese halo transparente que es la simple rutina escapándose a cualquier lado para verificar que las flores, el ruido de los motores o el sol continúan hilando la vida cotidiana.
Es entonces el momento propicio para que Pascual se desentuma y comience a comentar cualquier asunto con sus compañeros.
-¿Escuchó el partido ayer? ¡Qué manera de perderse goles ese Colo Colo! Por lo menos unos diez. Y jugaba con el colista, que no ha ganado ningún encuentro hasta ahora.
Roberto, que ha aprovechado ese momento de relajo para desperezarse, contesta con monosílabos. Al parecer, el fútbol no le interesa en demasía. Cambia la conversación aludiendo a ese calor de los mil demonios que los amodorra. El búho, es decir, el contador, prosigue cabizbajo en sus labores, levantando apenas su cabeza para que los cristales de sus lentes heridos por algún reflejo se proyecten en la pared del fondo.
Prosigue Pascual con su conversación pudiéndose pensar que ha memorizado los temas para tratarlos de manera sintetizada en el breve lapso en que doña Marta sale de la oficina. Porque en segundos ella aparece y Pascual se desactiva. Roberto no para de abanicarse mientras con su mano libre acomoda algunos documentos.
Todos los días es igual. Las cifras son las mismas que bailotean en las calculadoras mecánicas para luego ser volcadas a las planillas. Santiago, norte grande, norte chico, sur grande, sur chico, zonas predispuestas de manera estratégica para realizar las ventas de los productos.
Esta vez, sin embargo, Roberto tiene un gran motivo para transformarlo en noticia. Acaba de adquirir un televisor y sus ojos relumbran con un brillo diferente sobre sus ojeras oscuras. Para hoy, no es gran cosa pero en aquellos días de los años sesenta era toda una novedad. El aparato posee una pantalla en blanco y negro de dieciséis pulgadas que desde entonces le cambiará su vida, sus hábitos e incluso sus gustos. Los demás estudian sus facciones ahora desdibujadas por la emoción y le felicitan. Mal que mal, un aparato de televisión es un producto suntuario, por supuesto de gran valor y que se adquiere en muchas cuotas.
Desde entonces, Roberto pondrá al día a sus compañeros de la nutrida programación televisiva, esto es, las series policiales, los documentales y hasta la propaganda que se exhibe de tanto en tanto.
Pascual recobra el habla. Por supuesto que la jefa acaba de salir. Expresa que tiene posibilidades de enrolarse en otro trabajo. Roberto sólo emite un ¡Ajá! que proviene desde los fundamentos de su propia cortesía. Seguramente, su pensamiento está capturado por esos episodios blanquinegros de su TV en donde imperan los balazos, la acción y las insulsas noticias de la actualidad veraniega.
El contador no se inmuta y pareciera estar embrujado realizando su compleja labor.
-Lo echaré de menos, señor Pascual- expresa Roberto.
-Gracias, señor Said. Yo también. Pero no nos adelantemos porque sólo es una posibilidad.
Y al día siguiente y a la semana que prosigue, un año después, dos o tres, la rutina se mantiene. Ninguno de ellos se ha percatado que esta mecánica sin gracia les ha ido limando poco a poco el espesor de sus sueños. Roberto se aburrió de esa televisión anodina y ya no comenta más lo que se exhibe. Pascual prosigue con sus intermitencias parlachinas y el contador continúa calculando detrás de sus lentes monocromáticos.
Años sesenta, una oficina situada en el barrio alto de la capital.
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