11 de noviembre. Larry camina calle abajo, anteponiendo un pie a otro avanza veloz. Se dirige a la plaza donde se encontrará con un viejo amigo para hablar sobre unos negocios que podrían beneficiarles enormemente. Hace frío, por eso lleva puestos unos guantes de cuero. El cuero tiene una textura increíble, son sus favoritos, se los obsequió su madre hace un par de primaveras. Es invierno, esta ciudad gris se caracteriza por su largo invierno sin temporada de lluvias. Larry, además de los guantes lleva puesta una camisa blanca y un chaleco negro; debajo de un saco gris que va bien con el color de su piel. Le aprietan sus bien lustrados zapatos, obsequiados por su madre también. Un sombrero como de los años 60 y una bufanda completan su atuendo. Todo perfecto, totalmente coordinado en sus movimientos. Mira su reloj para confirmar que va 20 minutos adelantado a la hora acordada, dobla la esquina y ya puede ver la plaza unas cuadras más adelante. El detesta esperar, se le podría considerar un ferviente opositor de la impuntualidad pero, muy a su pesar, no puede evitar anticiparse a las personas. Siempre llega antes de lo acordado para tener tiempo de verificar que todo esté en óptimas condiciones. Cinco cuadras le hacen falta para llegar a su destino, sentarse en una banca a esperar y contemplar a las parejas lujuriosas que se besan en la plaza, exponiendo y jactándose de su amor frente a todos los presentes. Larry porta un maletín en la mano derecha, este baila al compás marcado por los pasos firmes de su dueño. Dueño que evita las miradas de las personas como si fueran miradas de censura, de desconfianza y desnudez. Larry enciende un cigarro, oh el cigarrillo, se ha vuelto su mayor sostén ante la inseguridad que lo abruma. Le da una fuerte calada mientras observa el Pontiac GTO que reposa doscientos metros adelante, en la angosta calle que recorre. Larry piensa que debería acomodarse el cabello a pesar de que lo tiene perfectamente arreglado, al igual que su camisa perfectamente planchada y sus zapatos relucientes. Se detiene. Otra vez esa sensación. Abre su maletín para sacar una pequeña botella de ron. Bebe de la petaca sin que nadie lo vea, luego la cierra y la mete dentro del maletín negro. Exhala fuertemente el alcohol mientras cierra los ojos. Más calmado, sigue con su andar. Se encuentra ahora mucho más cerca del auto del 67 que ha venido observando desde que dobló en la esquina y encendió el último cigarrillo que fumaria. Larry imagina lo que sucedería si al arrojar la colilla hacia el costoso carro, este hiciera explosión y causase un gran revuelo en esta pequeña calle donde todos andan despreocupados del resto, expectantes de su propio porvenir. Con una sonrisa casi burlona dibujada en el rostro, arroja la colilla todavía ardiente en dirección al Pontiac GTO del año 67.
El no tuvo tiempo siquiera de pensar, fue como un destello, un resplandor que raudo dejó paso a un ensordecedor estruendo, como si del cielo cayese la furia de Zeus. Efectivamente, y tal cual como sucedió en la perversa imaginación de Larry, el carro hizo explosión. Jamás entenderé cómo fue que sucedió ni por qué esto ocurrió. La única diferencia de esta escena con la anticipada premonición que tuvo, es que él no logró ponerse en esa situación. Silencio sepulcral. Solo se puede oír la voz de Larry, sus alaridos perturban a las parejas de la plaza, tiene un círculo de personas alrededor y suelta inentendibles lamentos. Estaba casi al lado del coche cuanto este estalló. Tendido en la gris acera, de la grisácea y enfermiza ciudad. Una plomiza atmósfera rodea la lamentable situación. Larry clama ser llevado a su hogar, pide compasión y reza por piedad.
- ¡Quiero ir casa! Quiero ir a casa, quiero ir a casa, por favor… ayúdenme…
Todos lo observan, rodeándolo, atosigando sus esperanzas. Gesticulador, Larry no puede moverse ya. Siente demasiado dolor cuando las quemaduras de su rostro entran en contacto con sus lágrimas. Transcurridos unos minutos de la desgracia, algunas personas pierden el interés y se marchan, otros bolsiquean su traje para llevarse cualquier cosa de valor. Un sujeto de porte ario, vestido con un short amarillo, unas converse rojas y una casaca verde oscuro desprende el reloj de su muñeca. Otro se abalanza contra el maletín y emprende carrera seguido por un tipo que tras perseguirlo casi hasta la esquina, arremete brutalmente contra él, tumbándolo para luego molerlo a golpes y llevarse el maletín. Después de unos minutos no hay nadie alrededor de Larry, el cual continua esparcido por los suelos, el cual continua gritando (aunque ya sin voz alguna) que quiere ir a casa, que quiere abrazar a su madre. |