Este es un cuento muy viejo y algo cursi, escrito hace ya más de diez años. Incluso creo haberlo puesto por aquí alguna vez. Mucha miel corre por sus letras.
“Los ojos de una muchacha nos dicen todo lo que deseamos saber. En su cuerpo descubrimos nuestro destino”. Carlos Valdés.
Somos tan complejos y elementales a un mismo tiempo, que muchos hechos trascendentales suelen comenzar de la manera más pueril: el ruido que producen las hojas de los árboles al ser mecidas por el viento, el sonido de una gota de agua que cae ininterrumpidamente de un grifo, la risa inocente y cantarina de un niño, o la mirada inquisitiva de unos ojos entrevistos al azar. Todo es posible en este océano infinito que es la vida cotidiana. Así me encontré con Rosana, es decir, con sus ojos de miel, a través de una mirada.
No fue una mirada especial, sino una de esas casuales en las que miras sin querer y te encuentras con otra, que vaga por ahí tan desentendida como la tuya. Del casual encuentro sobreviene una descarga eléctrica, muy breve, única, que recorre todos tus huesos hasta el último rincón. Quedé atrapado en su mirada y creo que ella en la mía. Ese primer contacto visual podía ser el inicio de algo y me sentí dispuesto a seguirlo hasta donde me llevara, sin importarme demasiado si el resultado final era bueno o no.
A los quince años la escuela preparatoria ocupa la mayor parte de tu tiempo, el cual distribuyes en mucho estudio, algunos amigos, esporádicas diversiones y quizás alguna chica bonita. Rosana estaba en mi salón de clases, lo que me daba la fortuna de tenerla cerca, de observarla detenidamente, de tener sus ojos casi al alcance de mi mano. Ella se daba cuenta de mis ansias de mirarla, de la forma como constantemente buscaba yo sus ojos para saber si ella deseaba lo mismo. Cuando comprendimos que el juego de mirarnos sintonizaba en una misma frecuencia, llegamos a las palabras, que nos sirvieron para tener un acercamiento más íntimo.
- Me gustas- le dije, - me gustan tus ojos y especialmente tu mirada.
- Ya lo sabía- respondió. -Me miras con unos ojos de borrego a medio morir, que todos se han dado cuenta de que te gusto.
- No creí ser tan obvio.
Día tras día, Rosana y yo jugábamos a mirarnos. Miradas tiernas, cómplices, cálidas, alentadoras, inteligentes, amorosas. Cada una nos gustaba de distinta manera y secretamente unían nuestros corazones. Las ventanas de sus ojos me permitían atisbar profundamente en su interior, encontrar una fuente ignorada de sentimientos, gustos, sueños, dudas e incluso miedos, que brotaban a raudales manifestados en gestos, sonrisas, caricias, lágrimas, besos, miradas. El juego inacabable de miradas bastaba y sobraba para entendernos. ¿Estábamos enamorados?... ¿quién podía decirlo?...
Dábamos largos paseos alrededor del instituto, hablábamos de lo que nos gustaba, de lo que pensábamos, de cómo percibíamos el mundo y la gente, de nosotros; y aún nos daba tiempo de criticar lo que nos parecía mal; pero sobre todo nos mirábamos, nos mirábamos largamente. Mirarla a los ojos era lo verdaderamente esencial, la luz brillante que despedían sus ojos en cada mirada, me mostraba lo bello e insondable que puede ser el infinito.
El tiempo nos permitió seguir juntos. Sin saber cómo, se nos pasaron siete años. Rosana se convirtió de una adolescente algo esmirriada, en una mujer de curvas nada desdeñables que me gustaba acariciar a la menor provocación (o sin ella). Sus pechos eran pequeños, pero era casi un acto sagrado tocarlos, besarlos. En todos estos años no habían faltado los malentendidos y las riñas ocasionales que toda pareja joven tiene; pero cuando venían las reconciliaciones, la tersa luz de sus ojos continuaba inquebrantable y podíamos mirarnos aún como en los primeros días. Una mañana fría de febrero le pedí que se casara conmigo. No respondió de inmediato, más bien se me quedó viendo como se mira a un bicho raro, pero después su mirada se suavizó y dijo simplemente: “sí”. Y me casé con ella. Entonces descubrí mi destino. La convivencia diaria resultó mejor de lo que esperaba, fue como si lleváramos mucho tiempo viviendo juntos y no solamente unos días. Nuestras miradas de tácito entendimiento seguían teniendo la magia lúdica que las animó desde el principio. Ahora podía asegurar con certeza que estaba enamorado de ella y de sus ojos.
Las diferencias de opinión, de encarar las cosas, de asumir algunos hechos, muchas veces llevan a desacuerdos, a distanciamientos, a graves estados de encono cercanos al odio, donde la sensatez se pierde miserablemente. Así nos pasó a nosotros. Rosana comenzó a ver muchas situaciones en forma diferente a como yo las observaba; estuvo bien que fuera de esa manera, no podíamos estar de acuerdo todo el tiempo. Llegaron las disputas y mucho resentimiento por parte de ambos. Una feroz discusión donde muy poco faltó para que la sangre llegara al río, nos distanció casi definitivamente. Mirarla, mirar sus ojos, había dejado de ser la entrada maravillosa a su mundo interior. Ahora, cada vez que la miraba, una cortina metálica fría, dura, me impedía mirar más allá. Sus sentimientos, sus anhelos, permanecían ocultos para mí, sin remedio para recuperarlos. Fueron días muy dolorosos, insoportables, plagados de malentendidos y reproches, de ira apenas contenida y unas ganas inmensas de lastimarla. Un día cualquiera, sin más, dejó de mirarme. Le hablaba yo y parecía que frente a mí no hubiera nadie. Me ignoraba totalmente, o me contestaba con monosílabos, afanada en tareas que a mi parecer no tenían importancia, pero que ella realizaba para desentenderse de mi. Me entraban ante sus actitudes, verdaderos accesos de rabia. Me sabía fuera de su universo y ello me resultaba intolerable. Pensé, que quizás lo mejor sería separarnos. Ya no había juegos, ni rastros de entendimiento, ni miradas.
Un domingo por la tarde fui a visitar a mi compadre Héctor, un hombre con el que nunca había tenido ni un sí ni un no y que me quería bien.
- ¿Cómo te va en tu vida de casado? - me preguntó Héctor, que aparte de mi compadre era uno de mis mejores amigos. Así que le confesé:
- Mal. Rosana y yo estamos muy distanciados. A lo mejor me separo de ella.
Sin decir nada, guardó silencio por varios minutos.
- Eres un idiota- murmuró por fin. - Ella te ama.
- Hemos peleado mucho y nos hemos insultado y gritado palabras terribles. La he lastimado como ni siquiera te imaginas y no quiero herirla más.
- Rosana sigue enamorada de ti, si de verdad la quieres, tienes que tenerle mucha paciencia y tratar realmente de escucharla, de comprenderla. ¿Te has puesto a reflexionar en sus necesidades personales, en lo que ella realmente quiere, se lo has preguntado?... Quererla no es suficiente, tienes que averiguar qué anhela su corazón, qué aspiraciones la motivan, qué desea realmente de ti y de su vida en común. Si la dejas sin saber todo esto, si la dejas irse sin más, vas a cometer la peor pendejada de tu vida, compadre. Tienes que convencerla de que la amas realmente para que te dé otra oportunidad.
- Ya no puedo mirarme en sus ojos, sabes; me los ha cerrado y ya ni siquiera me mira. Le hablo, me encaro con ella, quiero obligarla a que me mire y desvía la mirada como si yo no existiera.
- Mira, compadre. Te voy a dar otro consejo. No lo voy a decir más que una sola vez y tú sabrás si me haces caso. ¿Sigues enamorado de ella, no?
Asentí sin hablar.
- No la dejes marchar. Haz lo que tengas que hacer para que no se vaya, para que vuelva a mirarte, a dejarte entrar a su mundo. No soy el mejor consejero, pero te estimo compadre. Has discutido tanto con ella, que te has peleado con sus ojos. Recupéralos.
Salí de la casa de mi compadre un tanto más reanimado. Él tenía razón. Mi soberbia, mi estúpido orgullo habían formado una muralla infranqueable entre Rosana y yo. ¿Por qué si la amaba, no podía intentar una vez más vencer su alejamiento, derribar los obstáculos que me cerraban su corazón y sus ojos?
Mustio, sin hacer casi ruido, entré al departamento donde vivíamos y la oí moverse entre los cacharros de la cocina. Mis labios, como un mantra, repetían muy bajito las palabras que me dijera mi compadre: ”Has discutido tanto con ella, que te has peleado con sus ojos”.
Me decidí en un momento; plantado a su espalda la tomé por la cintura y murmuré con toda la sinceridad que su amor me inspiraba:
- Perdóname Rosana. Te amo y no estoy dispuesto a perderte. He cometido muchas tonterías, he discutido contigo como un necio, te he lastimado y estás en tu pleno derecho de irte si así lo deseas. Pero ¿sabes?... Yo no puedo vivir sin tu mirada, sin la luz de tus ojos, sin ti.
Se volteó lentamente y me miró. Me miró a los ojos. Me miró como hacía mucho tiempo no me miraba. No sé que descubrió en la mía, porque de pronto ya no había muro, ni cortinas, ni cerraduras en sus ojos. La luz cálida del principio vagaba por sus pupilas y no fue necesario que ella dijera algo. La mirada de sus ojos de miel era la mejor respuesta a mis palabras.
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