Jardinero del amor
Una noche en que Celina dormía arrullada con el canto de la lluvia, despertó sobresaltada por un relámpago que iluminó su cuarto. Segundos después, un trueno estalló en la lejanía.
Se asomó a la ventana y vio cómo las ráfagas de viento sacudían los árboles del jardín. Llovía fuerte y el agua se aposada sobre el césped.
Pensó entonces en Gabriel, su marido fallecido, y lo extrañó. Con la tempestad no podía dormir y decidió tomar una pastilla para conciliar el sueño.
A sus 42 años conservaba intacta la belleza de su juventud. Aunque no se había acostumbrado a la soledad, prefirió seguir viviendo en aquella casa que fue testigo de tantos momentos felices en los últimos quince años.
Salió a buscar agua, como otras veces, con la pistola en sus manos —una previsión para defenderse "por si se encontraba con algún amigo de lo ajeno".
Al bajar, vio la luz de la cocina encendida y se asustó. Avanzó lentamente con el dedo en el gatillo hasta llegar al comedor. Asomó la cabeza y vio a un hombre que comía un emparedado y un vaso de jugo recién sacado del refrigerador.
Apuntó al intruso con el arma y le habló con autoridad:
—¿Y usted qué hace en mi casa? ¿Cómo entró?
Vio que se trataba de un hombre de unos treinta años, vestido con Jean y franela azul, que tenía una barba de varios días que lo hacía ver atractivo. El sujeto se incorporó con un gesto de sorpresa en sus ojos por la impresión de saberse descubierto.
—¡Ladrón! Voy a llamar a la policía —amenazó Celina, y tomo un teléfono que no tenía tono. Seguro que la tormenta había interrumpido el servicio.
Él quiso remediar la situación y se acercó con las manos en alto:
—¡No soy ningún ladrón! Pasaba por aquí cuando arreció la lluvia y logré entrar para refugiarme. Sólo tenía hambre. ¡Le aseguro que no pretendo robar!
—¡Un paso más y lo mato! —gritó ella, sosteniendo el arma en ambas manos. Dio un paso atrás y tropezó con un taburete del desayunador; perdió el equilibrio y cayó al suelo. Quiso pararse, pero un agudo dolor en un tobillo se lo impidió.
El hombre la ayudó a incorporarse y la llevó hasta un sofá donde la recostó. Le quitó, sin su oposición, el arma de las manos, y le dijo:
—No la necesita, se lo aseguro. —ayudó a recostarla, colocando su pie sobre un cojín.
Celina pensó si debía confiar en el desconocido, pero como ya estaba desarmada y a merced del hombre, cambió de estrategia.
—Dime cómo te llamas y a qué te dedicas. —le preguntó.
—Me llamo Tony Marte, señora, y soy un jardinero desempleado.
Ella vio en sus ojos que era sincero e indagó más sobre su vida. Después le contó sobre la suya: que vivía sola y era pianista, aunque no había vuelto a tocar desde que enviudó. Aquel desconocido se había ganado su confianza.
Un trueno formidable estremeció las paredes de la casa, y mientras la lluvia caía sin cesar una atracción creció entre ellos. El frio ambiente conspiraba para que floreciera un sentimiento de atracción mutua.
Sin otra alternativa, pasaron juntos el resto de la noche. Él trataba de aliviar el dolor con su compañía.
Al amanecer, la lluvia había cesado.
Fue cuando llegó la madre de Celina, quien desde fuera oyó la interpretación de la canción “La vida en rosa”, y se alegró: ¿Quién tocaba, si no su hija?
Celina, bastante repuesta, le abrió la puerta en muy buen estado de ánimo. La señora observó dos copas vacías sobre la mesa.
De espalda, en la cocina, el hombre preparaba el desayuno.
—¿Y quién es él? —le preguntó la anciana, desconcertada.
—Es un nuevo jardinero —respondió, sonriente, Celina. —que me está reforestando la vida.
Alberto Vásquez. |