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Muchas veces las apariencias son engañosas. Por ejemplo, ¿quién se pudo haber imaginado en el peligro que rondaba en el jardín?
Allí estaba él, caminando ágilmente en sus cuatro patas, desenrollando su cola y sosteniéndola en el aire con gracia, con un cierto toque de elegancia. Sus grandes ojos verdes con sus dilatadas pupilas hacían creer ver en él una cierta clase de inteligencia, sazonada con una pizca de malicia. Su pelambre era completamente blanco, como las nubes; sólo una señal lo caracterizaba: un par de manchas cafés en la cabeza y en el abdomen, respectivamente. Era un tierno gatito pardo, que merodeaba, y muy posiblemente vivía, en el jardín que estaba en el costado del edificio en donde se encontraba mi salón de clases.
Ocasionalmente, el minino se refugiaba de las impredecibles tormentas otoñales en la pared, justo en el borde de ésta. Haciendo gala de su gracia natural, inherente en los de su especie, se mantenía perfectamente equilibrado sobre el reducido espacio, y hasta se daba el lujo de sentarse.
Casi siempre se instalaba a mi lado. Lo único que nos separaba era el cristal del ventanal. Nunca me puse a pensar (y es que, ¿cómo hacerlo?) en lo mucho que yo le debía constantemente a aquél pedazo de vidrio.
Cuando el gatito pardo venía a sentarse a lado mío, aprovechaba cualquier oportunidad para poder apreciarlo más detenidamente. Y él también hacía lo mismo. Ambos nos mirábamos con avidez, sintiendo curiosidad por el extraño ser que se encontraba detrás de la ventana. En esos reconocimientos, aunque fueron muy escasos, tardábamos varios minutos en la copiosa tarea de examinarnos el uno al otro. En todo el proceso ninguno de los dos movíamos un solo músculo, como trenzados en una pelea imaginaria.
Fue en uno de esos trances, en una oscura y lluviosa tarde de Septiembre, cuando la verdad salió a la luz, tan cruda y grotesca como a veces puede llegar a ser.
Esa vez llovía a chorros, y hasta algunos truenos hicieron acto de presencia, cortando la corriente eléctrica de toda la escuela, completita, desde la sala de maestros hasta los laboratorios de biología, química y física. Sin luz, no podíamos estudiar, que es a lo que se supone se va a la escuela; así que mientras los maestros decidían si suspender las clases ó esperar a que alguien repara el transformador tronado, mis condiscípulos se dieron a la no tan penosa tarea de relajarse, de intentar espantar al miedo que los embargaba (todos podíamos sentirlo en el ambiente: algo iba a pasar), gritando a todo pulmón y haciendo pullas de la oscuridad que imperaba, imitando los ruidos que hace una pareja en el asiento trasero de un Mustang.
Yo estaba viendo al gatito pardo (ni siquiera me había dado cuenta de la falta de electricidad) ó él me estaba viendo a mí, cómo usted prefiera pensar. El mundo de nueva cuenta se había desvanecido, creando con mi subconsciente una nueva realidad, un nuevo espacio en el cual podíamos colocarnos mi acompañante y yo, con toda tranquilidad, sin que ningún intruso pudiera interferir en nuestros agarrones mentales. Entusiasta pensamiento, puesto que aún el fuerte más custodiado y vigilado puede ser invadido, cuando alguien se lo propone. Y de qué manera.
Lino Rico, compañero estudiante, impertinente a más no poder, y en ocasiones hasta fastidioso, introdujo su largo y gordo brazo por una ventila, sujetando al gato por la cabeza, y acto seguido, introdujo al animal al interior del aula, de nuestro refugio, nuestro fuerte contra los numerosos peligros del mundo exterior.
—¿Se lo aventamos a la cara a Lupe?— me interrogó, con tono que me sonó un tanto cuanto perverso, que me repugnaba, pero que a él se le antojaba muy divertido.
—No mames— respondí, tajante, queriendo aparentar una enorme seguridad, cuando la verdad era que me estaba muriendo de miedo, no sé muy bien si por el tener que enfrentar a aquel mastodonte, por lo que pudiera hacerle al indefenso felino, ó por ese presentimiento que me calaba frío cómo el hierro en la columna —Si le haces cualquier daño al pobre gatito, sentirás la ira de mis puños.
El bruto no me hizo ningún caso, e ignorándome deliberadamente, empezó a estirar el brazo, listo para arrojar por los aires al minino como si este hubiese sido un balón de fútbol americano. Parecía que su destino estaba sellado. Pero nunca me imaginé el de quién.
Los rayos se incrementaban en potencia y en número paulatinamente, sirviendo de escenario para el macabro espectáculo que todos nosotros estábamos a punto de presenciar. Con una velocidad inaudita, el gatito pardo se adelantó a sus planes, sacando sus afiladas uñas retráctiles, clavándolas todas y cada una de ellas en la muñeca perteneciente a la mano que lo aprisionaba; cuando estaban bien sujetas en las carnes del muchacho, movió sus patas hacia adentro, desgarrando la mano opresora. Rico dio un tremendo alarido de dolor que aún en estos momentos hace ecos en los muros de mi memoria, mientras un líquido rojo salía a borbotones de sus trozadas venas, desangrándose.
Soltó al felino, cayendo éste en sus cuatro patas. El muchacho, asustado, se arrodilló mientras trataba de contener la hemorragia con la mano que todavía mantenía intacta. La sangre, la sangre roja, caliente y espesa, ya empezaba a hacer un charco en el piso.
El gato estaba frente a él, tenso cómo una cuerda, en posición de ataque. Parecía una estatua, una horrible gárgola que fijaba su mirada en su presa. Sus ojos brillaban macabramente en la oscuridad, como un par de lámparas fosforescentes. Entonces, de súbito, sin ningún aviso ó señal de advertencia, atacó. Un maullido se escuchó al unísono con el relámpago. Al mismo tiempo que un rayo destruía un árbol en el jardín contiguo, la fiera se abalanzó sobre el rostro del joven, afianzándose con sus garras en ambas sienes. Con saña, con una ardiente furia asesina, comenzó a devorar el ojo derecho de la víctima, quién se tendió al piso, loco de la agonía, revolcándose para tratar de quitar a la bestia de su cara, para intentar salvar su vida.
Muy difícil. El gato continuó mordisqueando y mordisqueando, arrancando pedacitos de carne, tragándolos sin siquiera masticar. Y todos los demás estábamos tan atónitos ante lo imposible de las circunstancias, mismas que con nuestros ojos estábamos viendo, y no podíamos creer, que a nadie se le ocurrió ir en su auxilio.
No se puede medir con el tiempo cuando duró el felino en matar a su víctima. Algunos me dicen que fue rapidísimo, casi lo que dura un suspiro ó un parpadeo, pero para mí fueron cómo horas, horas eternas en las que el animal se entretenía en desangrar a su presa.
Cuando por fin acabó, ó más bien cuando llegaba la ayuda, atraída por los gritos de histeria y de horror de los ahí presentes, el atacante huyó por la misma ventana que durante tanto tiempo lo mantuvo preso, trepándose a una butaca y sorteando el obstáculo con relativa facilidad, sin hacer ruido alguno, perdiéndose en las penumbras del exterior.
Fue una imagen la que quedó grabada por siempre en mi mente. No fue el hueco que estaba donde debía estar el ojo de Rico, quien por cierto, murió en la ambulancia camino al hospital, no fue la expresión de consternación de los presentes, de incredulidad, de miedo. Fue ese gatito pardo, ese tierno gatito pardo, quien antes de darse a la fuga se dio el lujo de posar, cómo lo hace el pescador al atrapar a un enorme bacalao, en el pecho de su presa, masticando el último vestigio de globo ocular del joven, enrollando y desenrollando su cola cómo antaño, cuando lo observaba pasar junto a la ventana. Y esa mirada que parecía poder penetrar lo más profundo de tu ser, esos ojos brillantes, cómo estrellas en la noche, que me contemplaban de la misma manera que antes, examinándome, curioso y divertido a la vez. “Te salvaste” parecía decirme, un segundo antes de dar media vuelta y escapar en la oscuridad.
Ahora, cuando escribo estas líneas, me parece que más bien era una advertencia. Una advertencia no sólo para mí, sino para todo el género humano. Solemos confiarnos tanto en nuestro tamaño, en nuestra inteligencia, en nuestra hermosura, en nuestra capacidad, a tal grado que olvidamos que el peligro nos rodea, nos acecha y nos sitia por todas partes, y que éste puede emerger de cualquier lugar y de dónde menos lo esperemos. Hay que tener siempre cautela, y no fiarnos de las apariencias. Nuca se sabe cuando atacará ni de dónde saldrá la bestia.

Texto agregado el 09-10-2004, y leído por 137 visitantes. (0 votos)


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