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—¡¡¡Cede de una buena vez, maldita perra!!!— reclamó con voz grave y potente, casi gritando.
No servía de mucho, no cambio nada desde los últimos quince minutos. Con sus enormes manos, sus velludos y gruesos brazos, él la había estado golpeando y sacudiendo desde hacía ya quince minutos, y de manera sorprendente, casi milagrosa, ella había resistido todos los embates de su atacante, al cual no le habían servido de mucho todos los gritos, reclamos y golpes que le daba, de un modo brutal, animal y salvaje. Mientras él transpiraba y se quejaba como una bestia herida, ella continuaba orgullosa y firme en su posición, y de nada valdría todo lo que pudiera hacerle el bruto. De ningún modo, jamás ella sería violada, y ni mucho menos por un barbaján primitivo cómo el sujeto que tenía enfrente.
El agresor recuperaba el aire, y con sus siniestros ojos la observó un buen rato. Allí seguía ella, como burlándose de él, haciéndole notar que no podría ganarle. Y eso lo hizo enojar aún más, y de nuevo se lanzó cómo una locomotora tras ella. Sin creerlo ninguno de los dos, ella resistió muy bien la embestida de aquel toro salvaje. La sacudía y la golpeaba tantas veces como quería, y valientemente ella resistía todo eso, sólo tambaleándose un poco en su lugar. No era sencillo, para nada. A veces, se sentía desfallecer y derrumbarse ante los brutales golpes que él le daba. Pero entonces, hacía acopio de sus últimas fuerzas, para seguir en pie. Cualquier cosa era buena para sujetarse.
El gorila, encolerizado a más no poder, desesperado le lanzó su mejor derechazo, que alcanzó a darle de manera impecable, haciendo una vez más que se sacudiera en todo su ser.
—¡¡¡Arrgghh!!!— se quejó cómo nunca antes una persona se había quejado, viendo sus nudillos rotos y la sangre brotarle a borbotones de la herida —¡¡¡Maldita seas tú y todas las de tu especie, perra del mal!!!
Su sangre manchaba el piso, y ella, aunque se tenía que esforzar al máximo, seguía de pie, burlándose de la torpeza de su agresor. Éste, en cambio, loco del agudo dolor y de la rabia, desvió su atención a un rincón del lugar. Ahí, arrumbada quien sabe cuanto tiempo, yacía. Aún entre las sombras, su mortecino brillo alumbraba como sol en primavera. Lentamente, entre quejido y quejido, el bruto fue acercándose, hasta hacerse de esa hacha. Con su mano izquierda, igual de fuerte que la que se había roto, la hizo suya, sosteniéndola cómo a un amante. Con el objeto en mano, miró de nuevo cuenta a su víctima, y un terrible resplandor de muerte iluminó sus pupilas, mientras se encaminaba a ella, con una sonrisa infernal y el sudor emanando a chorros de su rostro.
Débil cómo estaba, en sus límites, la pobre no pudo hacer nada más que quedarse impasible mientras él se acercaba más y más, con esa diabólica sonrisa y sus quejidos de animal salvaje. No opuso resistencia cuando él levantó el hacha por el aire, ni tampoco pronunció palabra cuando la enterró en su ser, con un seco crujido. Sentía el filoso metal atravesarla, penetrarla y finalmente hacerla astillas, hasta quedar reducida a pedazos de madera que reposaban en paz en el suelo, mientras él reía cómo un lunático, y hasta parecía que espuma salía de su boca. Siguió así, hasta que alguien detrás de él le interrumpió.
—¡Pedazo de imbécil! ¡¿Porqué tenías que chingar la puerta?! ¡Aquí mismo traía la llave!
Jadeando, dejando caer pesadamente el hacha, el sujeto sólo se encogió de brazos.

Texto agregado el 09-10-2004, y leído por 128 visitantes. (0 votos)


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