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Inicio / Cuenteros Locales / juliocesarg / Souvenir de una noche de velorio

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Hasta hace mucho tiempo atrás (unos setenta años más o menos) en la zona denominada Bañado Norte, Corrientes mostraba su faz lacerada por varios tajos profundísimos en la tierra.
Estaban allí desde no sé que época dividiendo la ciudad en dos partes desiguales.
¿Conoce ud. esa avenida que tiene nombre de leyenda? Pues el pavimento que la tapiza, serpentea sobre la historia de lo que fue hace más de medio siglo; el arroyo Poncho Verde.
En él, desembocaban los tajos telúricos de aquel norte de nuestra ciudad.
Al parecer toda la ciudad desaguaba las lluvias a través de esas venas abiertas, descargando siempre un inmenso caudal en ese corazón inmemorial que es el río Paraná.
Empujadas por la necesidad de ir y venir "hacia allá" o "para acá” de los increíbles zanjones, las gentes solían improvisar puentes tendidos lado a lado de aquellos precipicios.
Desde la actual esquina de Junín y Perú y hasta poco más allá de lo que hoy es la calle 9 de Julio, estaba situado el más famoso de aquellos puentes caseros. En realidad el Puente Liberal, tal era su nombre, constituía una serie de tres puentes seguidos, que se extendían a lo largo de casi 120 metros iImaginen la anchura de esos temibles zanjones!
El año entero rugía la correntada entre las piedras debajo de "El Liberal", amenazando con llevarse sin retorno todo lo que cayera en sus remansos.
Y no amenazaba en vano.
Muchas almas se precipitaron desde los maderones sin barandas, agrietados de intemperie, desgastados y resbaladizos por la humedad; siempre angustiosos en el alma de los transeúntes.
Los tres tramos del puente Liberal no hubieran podido ser más precarios y mortales.
Registros oficiales no existen, pero las vidas que cobró como peaje se cuentan por decenas.
Tal vez por eso, siempre se habló de ánimas en pena alrededor de ese puente.

De los zanjones “para allá", hacia el centro de la ciudad, vivía Pablo Gómez. Pablito.
Él, siendo ya “Don Pablito" le contó este hecho que marcó su vida para siempre, a mi madre, quien me lo contó a mí, y ahora yo comparto su historia con ustedes.
Pablito trabajaba de acomodador en el desaparecido cine la Perla, por aquel entonces en la esquina de Julio y Mendoza.
Su turno terminaba a la media noche.
Usualmente volvía caminando a casa entreteniendo el hambre con un cuarto de masitas que compraba en el bar del cine. Pero esa vez no caminaba a casa, sino que iba a presentar sus condolencias a un amigo cuya mujer falleció esa misma mañana.
La casa del velorio quedaba hacia el río, al otro lado del puente Liberal.
Aquella era una de esas noches muy frías y secas que el invierno suele traer por Corrientes. Pablito, atrincherado bajo un saco grueso y su típica boinita de lana gris, peleaba con la noche reseca empujando el viento, la oscuridad y el cansancio que lo querían frenar.
Al llegar al inicio del puente, se detuvo tratando de distinguirle los bordes misteriosos.
La luna menguante de Julio, mezquinamente, apenas si los dejaba insinuarse, pero aun así descendió la empinada pendiente de tierra y piedra hasta pisar la madera del primer tramo de puente.
Buscaba afirmarse para iniciar el cruce, cuando lo oyó por primera vez.
Era un silbido suave, alargado y firme que se deslizó como volando paralelo al puente y se cortó de golpe a unos veinte metros delante de él. Pablo Gómez, de pie sobre el madero inicial del puente, contuvo la respiración.
Forzando la vista en la casi completa oscuridad, trató de hallar el origen de ese sonido pero no vio nada ni nadie. Hizo todo el silencio que pudo; solo oyó el viento como inflando la noche hacia el este, y allá abajo, la correntada carcomiendo el fondo de su cauce.
Pablito no llegaba a héroe de historietas, pero tampoco era un miedoso.
Miró hacia delante, como si algo pudiera ver, e inició el cruce con paso firme.
Ya superado el primer maderón había dejado atrás también el terraplén y solo un paso pudo dar sobre el segundo tramo, cuando lo oyó de nuevo.
Esta vez el silbido atravesó perpendicularmente su paso como planeando por debajo del puente a unos cinco metros delante de suyo.
Un terrible escalofríos le sacudió el cuerpo por la cercanía del silbido y su tétrica fama, pero no detuvo la marcha, más aun, aceleró el paso.
Cuando salió del segundo maderón y afirmó los pies entumidos en el segundo terraplén, la noche desató su terror en el alma de Pablito.
Él siempre sostuvo que ese tercer silbido le llegó desde lo profundo de la tierra bajo sus pies.
El sonido le hizo vibrar las suelas de los zapatos y se le metió a través de las piernas como la agudeza negra de la espina de corona, llegándole en oleadas de miedo hasta la coronilla de la cabeza.
Galvanizados por la tremenda descarga nerviosa, los cabellos literalmente se le pusieron de puntas, elevandole la boina en el aire todo lo que sus largos les permitían.
Y don Pablito echó alas.
Volaba, que no corría sobre el puente.
Siempre me impresionó imaginar esta escena. Ahora mismo cierro los ojos y casi puedo verla.
Veo que su alma se le refugia en la cabeza y ya no es sensible a nada por debajo de los ojos.
Un latido caliente le engorda las sienes y le nubla la vista pero no resbala de la madera húmeda, ni tropieza en el deterioro de sus grietas, ni sabe su alma de la angostura sin baranda sobre la que ahora repercuten sus pies como suele el granizo contra el techo.
Y no sabe que escala la otra pared de tierra y piedra y emerge a la altura del otro lado. No festeja su hazaña de cruzar el tercer maderón de dos zancadas porque ni cuenta se da de lo que hace. Don Pablito volador recién se entera que dejó atrás el puente cuando descubre que corre, vuela, zumba sobre el ancho camino de tierra dura.
Se enreda en sí mismo, tropieza, cae y se revuelca pero no se detiene sino que rueda a propósito hacia delante para ganar tiempo, mal que mal se endereza, le cuesta recobrar el equilibrio pero no se detiene “piú avanti" hubiera pensado de haber podido pensar.
Y el silbido que no cesa.
Lo persigue, se le cruza delante de los ojos, pero no ve nada, y le aturde en los oídos.
Y le silba. Sube en la noche y silba. Baja silbando y se le mete entre las ropas y le silba desde adentro. Pablito va loco y sordo de terror y el silbido que lo sigue desde atrás, por delante, entre las piernas, desde un bolsillo...
Pata y pata nomás don Pablito corre, zumba noche arriba cortando las frías tinieblas del bañado norte. Tan enloquecido de miedo va, que no podrá, mientras viva al menos, develar el misterio de cómo cruzó el alambrado de púas sin siquiera enganchar sus ropas. Pero aquí por primera vez en la eternidad de esa carrera macabra, se le distancia el silbido; él nunca sabrá el motivo porque no le interesa. No mira para atrás aunque se da cuenta que el silbido se aleja. Él solo ve saltando debilucha (como vería un barco en la tormenta el faro de la costa) una llama amarilla en la ventana del ranchito fúnebre que ya le nació a la noche media cuadra adelante.
Nunca en la historia de los velorios, cristiano alguno sintió tanta felicidad de ver el cajón y los deudos alrededor, como la que sintió Pablo Gómez en aquel momento. Llegó jadeando hasta la puerta del miserable ranchito que a él le debe haber parecido el Taj Mahal, y se tuvo que quedar afuera porque el interior lo rellenaban la mesa con el ataúd, una camita un poco más allá, y el viudo junto a dos o tres parientes cercanos.
Si alguien hubiera soltado un pensamiento más, hubieran tenido que sacar algo afuera para que este cupiera dentro. Mientras sacudía de su ropa el polvo que le robó al camino durante el revolcón, desde el alambrado a pocos metros del ranchito, incansable arremetió el silbido.
Los condolientes parados alrededor, algunos sentados en un par de sillas de madera, otros de cuclillas sobre sus talones, reaccionaron todos al unísono con un sobresalto a la estridencia fantasmal. No faltaron los avispados que relacionaron al recién llegado pálido, agitado y sucio, con el silbido que se instaló en el alambrado. Pablito lo adivinó en los rostros ceñudos que se lo reclamaron sin palabras. - Qué le voy a hacer? Yo no lo invité - pensó acongojado.
Cada veinte minutos o media hora, alguien salía de adentro y otro deudo entraba para acompañar un rato al viudo.
Y toda la noche los acompañó el silbido desde el alambrado.
Nadie hizo un solo comentario al respecto. A decir verdad, desde que comenzó el silbido ninguno volvió a hablar de nada con nadie. Simplemente no veían la hora que su turno los metiera a la casita; les era menos tétrico el cajón sobre la mesa que el viento sonoro del alambrado.
Si bien el corazón le latía más tranquilo, Pablito no pudo sacudirse completamente el miedo porque cada vez que miraba de reojo hacía la dirección que todos evitaban, el silbido le contestaba como si conociera su pensamiento.
Cuando empezó a clarear Pablo Gómez estaba en la puerta a punto de entrar al ranchito, y de espaldas al alambrado escuchó que el silbido se alejaba más y más hasta perderse sobre el puente liberal. Miro hacia arriba y viendo el alba, pensó en voz alta: -la claridad lo habrá espantado-. Todos miraron el amanecer y hubo acuerdo unánime y silencioso con sus palabras. Digo "todos miraron" porque ninguno se alejó del ranchito mientras duró la oscuridad.
Pablito no tuvo que entrar porque, para estirar las piernas, el viudo vino a su encuentro en el umbral. Aquel se quitó la boina en señal de respeto, y este le estrecho la mano para recibir el rutinario pésame.
Entonces, cuando lo miró de cerca, el viudo le pregunto asombrado: —"Pablito, iqué 'ta te pasó en el pelo?"—. En una acción refleja él se agarró el mechón de cabello que le caía sobre la frente. Levantando la mirada todo lo que pudo, observó entre sus dedos esa mata color nieve que pocas horas antes era de un castaño oscurísimo volviendo a estremecerse ante el mechón encanecido en una noche. En solo un instante de una noche.
Pablito le hizo un gesto de duda y encogió los hombros en silencio por toda respuesta.
Y eso estuvo bien. Supongo hubiera sido de mal gusto hablar de animas en pena en aquel momento.
Yo no conocí a don Pablo Gómez. Pero sí a su hijo, y a su nieto. Los dos nacieron con el mismo mechón blanco forjado en sus cromosomas una noche, hace dos generaciones atrás en el tiempo.
La semana pasada oí algo que me movió a escribir esta historia.
La mujer del nieto de don Pablito, espera un varón para Noviembre.
¿Qué creen ustedes? ¿Continuará don Pablito, tres generaciones después, pasándole la herencia a sus descendientes varones? ¿Traerá también este niño, grabado en su cabellera, el recuerdo de una noche de espanto sobre el puente liberal...?

Texto agregado el 18-10-2022, y leído por 206 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
19-10-2022 Buen cuento con un lenguaje rico y expresivo. Saludos. Guidos
 
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