Mi madre murió en casa de mi hermana, sola, en una cama de huéspedes.
Su madre, mi abuela, fue una típica mujer tradicional de Latinoamérica: ultra católica, ultra moralista, gritona, sin paciencia alguna, chismosa y sin piedad a la hora de impartir castigo a sus hijos. Cualquier nimiedad era suficiente para lastimarlos: les pegaba con el cinturón del abuelo hasta que la piel se pusiera roja o sangrara; les golpeaba la cabeza con la sartén; les jalaba las orejas hasta que estas tronaban; les quemaba las manos con la flama de la estufa; los obligaba a comer jabón si maldecían o pronunciaban el nombre de Dios en vano… la chancla era el menor de los castigos.
En mis recuerdos la abuela es una viejita sonriente, cariñosa, y el abuelo es un anciano bonachón que me compartía gajos de naranja o me compraba dulces. A mi madre le faltó la astucia de mis abuelos: la astucia de colocarse la máscara de viejito pobrecito simpático y tierno para que los hijos la cuiden y los nietos la quieran. Mi madre no pudo dominar el rencor ni olvidar la terrible infancia que tuvo, por eso nunca dejó que nadie la amara y en su ignorancia nos trató igual que sus padres la trataron a ella hasta que crecimos lo suficiente para defendernos de su agresividad.
Habría sido conveniente para mi madre que mi hermana y yo aceptáramos la tradición tortuosa de respetar y amar a nuestros progenitores, aunque estos no se lo merecieran, pero no fue así. En cuanto pude me alejé de ella y mi hermana la aceptó a su lado con la condición de que mi madre se ganara el derecho de piso y cerrara la boca: la vieja tuvo que cuidarle a los hijos, limpiarle la casa, cocinarle y alimentarle a los perros durante años. Como dije antes: mi madre no tuvo la astucia de mis abuelos y nunca cambió sus modales agresivos ni su comportamiento neurótico. Quizás en su lecho de muerte, sola, habrá pensado que ella no dejó de ser ella y que no habría valido la pena cambiar para complacer a los idiotas. |