Cuando volví, muchos años después, me di cuenta de que aunque seguía hablando el idioma de la patria, ya no hablaba el local, el de aquel lugar. Si me detenía en alguna conversación, aunque seguía entendiendo las palabras, los hechos habían cambiado tanto que no sabía a qué se referían.
Cuando alguien me preguntaba, en lugar de dar demasiados detalles, como yo tampoco me enteraba mucho de lo suyo, decía que había hecho un largo viaje a las Chimbambas. Aunque es un lugar indeterminado, pronto se fueron haciendo una composición de lugar- de aquel lugar, valga la redundancia- bastante fundamentada. Por ir añadiendo, entre unos y otros, es decir, la imaginación colectiva, datos. Al final se hizo un lugar común- valga también la redundancia- la Chimbamba.
En la Chimbamba mayor- eran un conjunto de islas, les decía- las mujeres eran tan bonitas que herían el mirar mor a su belleza. Y a los perros- como en Jauja- los ataban con longanizas. Entonces ya- no lo podían evitar- elevaban voces de protesta.
- No nos tomes el pelo, Jacinto. Lo de los perros bueno está. Pero cómo va a herir el mirar la belleza- cuestionaban.
Y yo que pensaba que lo que no se iban a creer era lo de los perros. Y abundaba en el tema. Es una metáfora- les decía- para dar una idea de lo guapas que eran.
- Y por qué no te has quedado allí en la Chimbamba grande, si tan guapas eran. No tenías más que quitarle una vuelta de embutido a cualquier perro y seguir admirando bellezas.
- La mayor, Edelmiro, que tal era su nombre. No grande, aunque también lo era.
Y aprovechaba cualquier excusa para ausentarme y hacer acopio para la siguiente entrega.
(Que es precisamente lo que hago ahora para surtir la curiosidad del lector en siguientes capítulos de esta verdadera historia).

Haciendo bastante acopio de resilencia- palabra antigua rescatada para el uso corriente actual- pude sobrepasar los instantes de agobio que me producía aquella situación, como se contará si nada lo impide en los próximos días.