Cuando jugaba a los caballos, como decía mi madre, mi viejo jamás le contaba. Y no era porque el despilfarro fuese su característica principal. Apostaba por datos, por tincada, por esa cosa que transcurre a veces en el espacio de alguna vena e inspira o desacomoda. Por lo tanto, desabrochaba su chaqueta cincuentera y sacaba unos pesos, los justos, que la cosa no era despilfarro habiendo cinco bocas que alimentar. Supongo que rezaba o se encomendaba a los dioses para que las finísimas y delicadas extremidades de esos corceles trepidaran sobre el pasto o la arena. O que el jinete lo condujera con maestría a la meta, sin castigarlo, acariciando su pelaje para crear una comunión entre hombre y bestia.
Se aparecía mi padre con su rostro severo. Dos o tres golpes a la puerta de la casa, pudiéndose intuir algo en los rastros de su mirada, sobre todo en lo que traía o no traía en sus manos. Porque si la cosecha había sido buena, él no llegaba con ellas vacías. Eran pasteles, empanadas, cualquier bagatela que le robara sonrisas a sus cachorros y le endulzara la mirada a su mujer, mi madre.
Ahora, si el dato no se convalidaba con sus aspiraciones, su llegada era idéntica, con la misma severidad en su mirada pero con las manos vacías. Porque para lujos no alcanzaba con lo que ganaba. Ello, significaba también el endurecimiento y la trabazón en los movimientos de mi madre, ya sea porque la fatiga se le hacía más densa sin esos momentos alegres. Nacían las reprimendas, discusiones en la cocina que para nosotros sólo era ruido que nos distraía en nuestros vanos menesteres de cabros chicos.
Cierta vez, mi padre me llevó al Club Hípico, señorial construcción que reina en la Avenida Blanco Encalada. Ya en las tribunas, lo que más me sedujo fue la grandeza del escenario y los paisajes que se vislumbraban desde lo más alto. De caballos, muy poco o nada. No intuía en mi distracción de niño que de allí emanaban las sonrisas o las discusiones entre mis padres.
Porque sucedió más tarde que comencé a repeler todo lo que se relacionara con las carreras de caballos porque tenía claro que la mayor parte de las peleas de mis viejos tenían como factor común el triunfo o la derrota de un pingo. Me provocaba escozor esa bipolaridad determinada por su velocidad o el rezago y que influía en el regocijo de tener en la mesa exquisitas golosinas, alguna prenda nueva o las miradas reprobatorias.
También me repelo de haber jugado a ganador por mi madre, escuchando sus reproches, esas quejas largas que parecían enroscárseme dentro. Será costumbre que las esposas se desquiten con sus maridos cuando la vida se desarrolla con tantas carencias y una tracalada de chiquillos merodeándolas. Tomé partido y me enemisté con mi padre, odié sus costumbres, sus viajes a Blanqueado para apostarle a algún caballo, como acostumbró después a anunciar, recibiendo la mudez de mi madre como respuesta. No había esperanzas en ese devenir porque ganando o perdiendo, las cosas continuarían igual en ese hogar sin demasiadas caricias y sí mucha rabia contenida.
El tiempo transcurrió y uno a uno nos fuimos yendo de ese hogar sin grandes lujos, pero donde se administraba lo suficiente para sobrevivir. Ya solos, mis padres igualaron su paso, las peleas cesaron y continuaron su senda como los esposos que eran. De vez en cuando, algún batatazo de cierto caballo les alegraba la jornada y eran días más relajados, donde la melancolía también tenía su puesto en esa mesa sencilla.
Una noche se me deslizó algún recuerdo desde el inconsciente y soñé que un caballo azabache arrasaba en la pista y ganaba por una multitud de cuerpos. Coigüe, se llamaba y cuando desperté retuve su nombre. Esa semana fui con mis hijos a una de esas agencias en donde se pueden seguir las carreras en vivo y lo más parecido a Coigüe era Coiquén. Aduciendo que los sueños son un tanto sordos y algo cortos de vista y convenciéndome que ese pudo ser el real nombre del corcel de mis ensoñaciones, le aposté cierta suma y después le impulsamos con todas nuestras fuerzas desde las butacas para que cruzara victorioso la meta. Así lo hizo y ese dinero ganado nos sirvió para darnos más de un gusto. Pero no estaba dentro de mis genes el tema de las carreras, porque no aposté más ni surgió un sueño que me soplara a otro caballo ganador.
O acaso, porque cual si una voz del pasado se hubiera colado en la garganta de mi esposa, ella repusiera sentenciosa: ¡Ahora te va a dar por el vicio de los caballos!
|