Cuando Rigoberto Munizaga Armijo –alias el Falabella, mechero, 24 años- fue encausado por novena vez, era soltero, pero estaba emparejado con Rosalía Espinoza Zamudio -alias la Coneja Chica, que contaba con prontuario por estafa, ofensas a la moral y maltrato de obra a Carabineros; soltera, 19 años-.
La conoció –por así decir- de oído, en los probadores de la multitienda. Rigoberto se calzaba ya sus viejos pantalones –encima de otros tres, aún con etiqueta-, cuando oyó gemidos en el vestidor vecino, donde Rosalía cumplía con el guardia. El flechazo fue instantáneo, para Rigoberto, que, sin siquiera verla, se la dibujó preciosa y supo que en su vida habría un antes y un después tras escucharla.
Y no se equivocaba.
La muchacha vino a nacer en el lugar número catorce de un total de diecisiete hermanos, y, ya en el parto, se ganó el desprecio de su madre, que asoció su arribo con la pérdida de su última pieza dentaria. La niña, vulnerando toda lógica y probabilidades, se convirtió en una chiquilla inteligente y, lo que resultó aún más sorprendente para todos, delicadamente hermosa, circunstancia que la hizo merecedora de toda clase de abusos por parte de su padre y sus hermanos.
Su educación formal se limitó a los tres primeros años de la enseñanza básica, donde aprendió a leer y donde ya mostraba habilidades manuales y como comerciante que, combinadas, le permitieron reunir sus primeros ahorros, masturbando a compañeros y a maestros en el baño. Emprendedora, pronto comprendió que para prosperar –y, de paso, para evitar que la mataran- debía abandonar los cuidados familiares; cuestión que concretó al irse a vivir con su segunda pareja estable. Tenía doce años.
Así llegó a la calle, donde aprendió lo necesario; esto es, a vivir sin proxeneta, a tratar con la policía y, más importante, a tasar incautos al primer examen. De ahí que, cuando Rigoberto saludó en el metro, devolviera solamente una sonrisa amable, fingiendo timidez, mientras le miraba los zapatos y las manos, descartándolo. Al final del día, sin embargo, ya se hallaba cobijada junto a él, en la que sería, a partir de aquella noche, su nueva cama.
Incapaces de separarse, resolvieron trabajar en conjunto; y mientras Rigoberto se ponía prenda sobre prenda en los vestuarios, Rosalía mantenía a los guardias ocupados. Nunca hablaban sobre aquello, ya que, como norma tácita, profesionales, separaron estrictamente su relación de las cuestiones laborales. El problema entre ellos fue más bien de corte familiar, literalmente, ya que con el gollete de una botella de cerveza el Falabella había surcado, tiempo atrás, la cara de Marcelino Espinoza Zamudio; el Conejo Grande.
Rigoberto no guardaba en realidad ningún rencor y poco recordaba de aquel pleito. El Falabella entendía que, en la cárcel, las veces que caía preso, así como toca pelear por defenderse o defender las cosas, toca también hacerlo por aburrimiento, propio, del rival, de los gendarmes, de quien sea, poco importa, toca simplemente defenderse. Marcelino, por su parte, canero viejo, buscaba a diario entre quienes caían al penal, esperando su regreso y su momento.
Cuando Rigoberto Munizaga Armijo, alias el Falabella, recibió la notificación, en los Tribunales de Justicia, abrazó feliz a Rosalía, que acababa de entregársela. No dejaba de pensar en ella, y en la de cosas que harían ambos, en compañía del niño o de la niña que ahora juntos esperaban. Poco le importó la otra notificación, que ahí también le entregaba su abogada, y poco entendió de tecnicismos judiciales, de condenas previas ni medidas cautelares. Rigoberto simplemente se despidió, tan feliz como esposado, prometiendo cuidarse y prohibiéndole que lo visitara durante el embarazo.
El primer día de visitas, sin embargo, ya hacía la fila afuera Rosalía. Se le notaba ya el sexto mes, conocían el sexo y le llevó las ecografías enmarcadas en cartulinas rosadas, para que las pegara al lado de su camarote, en una celda que compartía con otros seis condenados.
Los compañeros le sugerían nombres que variaban desde los bíblicos Betzabé o Elizafat, hasta los artísticos Yasna Dei, Naomi Watts o Wendy Lay, soberanas de la noche de Santiago. Rigoberto se divertía con esas discusiones y hasta los dejaba preguntarle intimidades acerca de la práctica sexual durante el embarazo. El nombre, en todo caso, ya estaba resuelto: la bebé se llamaría Rosalía, como su madre.
Estas visitas, las conyugales, tenían sus incomodidades, pero era cuestión de acostumbrarse. En la multicancha cada grupo tenía un espacio asignado, el preciso para colocar almohadas y colchones con los que armaban los camastros. Luego separaban ambientes con frazadas y cordeles, lo que daba al patio del penal la apariencia de una feria o tiendas de gitanos. La sobrepoblación obligaba a aprovechar el tiempo siendo breve y el uso del espacio se ceñía a un orden claro, rigurosamente establecido en la semana.
Rosalía no se hacía mayor problema, aunque a Rigoberto, en un comienzo, le costaba concentrarse y sentía pudor al entrar y al salir de aquella tienda. Adentro, por lo mismo, dejaba su cuchillo bajo la almohada y se acostaba de tal forma que, además de cuidar el embarazo, cubría con su cuerpo la desnudez de su pareja. Se quedaba luego junto a ella, en completo sosiego, besándole la nuca y recorriéndole la espalda con los dedos… con ganas de dormir, relajados.
Cuando el Conejo Grande se acercó a la carpa, a nadie le causó extrañeza; porque, ocupados de sus propios visitantes, a nadie le importaba lo que hiciera o dejase de hacer nadie.
Lo hizo rápido.
Rigoberto, en sueños, sintió que lo observaban y alcanzó a mover el hombro; lo suficiente para desviar el primer sablazo. El segundo, sin embargo, le punzó la pierna, justo antes de que Marcelino perdiera el equilibrio y cayera entre él y su hermana. Lo tomó del cuello entonces, mientras Rosalía no paraba de gritar y el Conejo, levantándose con los ojos extraviados, abría la boca en un intento inútil por absorber algo de aire, dibujando una mueca grotesca, que antecedió a su nueva caída y al rodillazo que evitó que se parara. Rigoberto cogió entonces el sable, hecho con los fierros de los catres y, casi sin tomar impulso, como el torero que ejecuta con elegancia su trabajo, lanzó el golpe hacia adelante, para atravesarlo…
Cuando Rosalía Espinoza Zamudio –alias la Coneja Chica, mechera, soltera, 21 años- fue encausada por novena vez, el tribunal dictó la orden de que cumpliera, en un principio, su condena en la unidad neonatal penitenciaria. Se determinó, también, que llegado el parto fueran derivadas, la niña, a un recinto protector de menores y, ella, a un hospital psiquiátrico. Para Rosalía, sin embargo, no existía diferencia, ni nada que le hiciera dejar de repetir en su cabeza aquella escena, en que sacaba el cuchillo de debajo de la almohada y, con un corte lineal, profundo y rápido, librara de peligro a Marcelino, el mayor de sus hermanos.
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