Su almuerzo luce apetitoso sobre la mesa. El viento que se cuela juguetea entre su cabellera rubia mientras las arrugas se imprimen con fuerza en su entrecejo. Sus pupilas de un azul deslavado se fijan en un punto indeterminado. Algo la ha contrariado, no sabemos qué. Un rosario de palabras germánicas se convulsionan dentro de su boca y sólo reconocemos la última: ¡Karma! La curiosidad es otro ingrediente más dentro de lo que saboreamos en las inmediaciones de ese restaurant repleto. La estudio: es una señorona de unos sesenta bien vividos años, dada su corpulencia más los rezagos de un garbo de mejores tiempos, hoy ocultos bajo vestimentas sencillas. Una mesera ha retirado su plato después de escuchar su discurso algo marcial y no sabemos qué sucederá. Se escuchan historias horribles sobre quienes devuelven su almuerzo alegando falta de aderezo o exceso de ello. Ya trasciende el hecho de ser una simple leyenda urbana al existir antecedentes que avalan respuestas escabrosas, escatológicas que parecieran hacer cabriolas sobre ese plato saliente. Me estremezco de solo pensarlo y supongo que los demás comensales presienten algo parecido.
Ese Karma pudiera encadenarse a otro suceso, agregándole peso específico a esa energía trascendente que suena a sentencia. Digiero mal lo que estoy consumiendo y una especie de piedad surge en mi conciencia, unida a una pesadumbre repentina en mi estómago.
La dama aquella aguarda imperturbable en su mesa mientras pasea su mirada sobre la concurrencia. Algunos la contemplan sin disimulo y otros la miran de reojo poniendo igual atención a lo que consumen concatenado a lo que está a punto de acontecer.
-Karma- repite en voz baja un joven de mirada burlona mientras se empina su vaso de cerveza. Su acompañante, otro muchacho, desgarbado y de lentes gruesos, al que se le dibujan dos líneas horizontales alrededor de sus labios. Es el anuncio de una sonrisa que sólo se permite ser esquematizada. Existen seres así, sofrenados a propósito por el imperio de alguna timidez exacerbada o tal vez es el reflejo de ciertas buenas costumbres que se debaten en una argamasa que además pareciera contener aliños de hipocresía.
Pero no es mi ánimo realizar un diagnóstico de las reacciones de ciertos comensales. El almuerzo ya me pesa demasiado en el estómago y estoy a punto de solicitar la cuenta. Pero me urge ser testigo del desenlace de esta historia. Me pregunto: ¿Qué hará por estos lares una señora alemana, solitaria, al parecer, sumida en sus propios dilemas? La curiosidad es inherente al ser humano, pienso mientras bebo el azucarado néctar, lento y prolijo, procurando que su duración sea suficiente para presenciar el final de esta obra improvisada. Los demás comensales parecieran aguardar lo mismo, puesto que conversan y ramonean sus meriendas con lentitud, no perdiendo de vista a la extranjera.
Por esos extraños vuelos de la mente, me imagino ser uno de esos habitantes ocultos detrás de las cortinas de sus guaridas esperando el desenlace del tiroteo. Me refiero a la antigua película A la Hora Señalada, donde Gary Cooper aguarda estoico la aparición de los bandoleros. Se sabe ya a expensas del destino luego de negarle el necesario apoyo las autoridades del pueblo y los vecinos más pudientes. Todos aguardan detrás de sus ventanas, esperando el martirologio del nuevo sheriff. Al igual que en estos instantes, cada cual en su mesa al cateo de la laucha de lo que acontecerá.
En estos momentos no sé si es el almuerzo, la bebida o la situación en ciernes lo que se me revuelve en el estómago. Los remordimientos suelen ser bastante indigestos y a veces, la acción puede remediar estos retortijones tan desagradables. Lucho contra todo aquello imaginando en mi puño el asta de un pabellón justiciero. Es importante, primero vencer esta timidez enfermiza para levantarme, aunque maltrecho y zaherido por mis propias cavilaciones. Mover las articulaciones de mis piernas, alzarme y avanzar hacia la dama para prevenirla, para explicarle que lo que está por aparecer disfrazado bajo la sonrisa de la señorita, es mil veces peor que ese karma malamente pronunciado, pero lo suficientemente claro para que nos pusiera en alerta a todos los presentes.
Tardo demasiado en resolver este dilema, acaso enredado en las rudimentarias cortinas del espectador, del que se relame ante la desgracia ajena detrás de los visillos atisbando con ojos brillosos el inicio de esa tragedia.
Ella no intuye nada, ni siquiera se visualiza en sus gestos la tensión que uno veía plasmada en el rostro de Gary Cooper. Todo sucede demasiado rápido. La mesera aparece con la bandeja humeante antes que la señora esquive el disparo, o la traición incubada en la cocinería. El plato ya está sobre la mesa y la dama alza una cuchara que brilla cual arma para después hendirse en ese caldo espumoso.
Antes que yo resuelva ponerla en alerta, ella ya saborea y sonríe apenas, quizás deshaciéndose suave en su boca esa palabra que inició todo y que ahora marcha rumbo a su digestión.
|