Esta es la historia o encuentro que tuve con aquel famoso cigarrillo que, en lenguaje coloquial, denomina al “troncho”. Fue por allá, por los años 70, cuando viajaba como estudiante en un barco mercante, con destino a Paris, en busca de un mejor porvenir.
Recuerdo bien que, cuando embarque en el puerto del Callao, al ingresar a mi cabina en el barco, me quede sorprendido, por lo suntuosa que era, al menos para mí, que nunca antes había tenido una habitación igual. Ella, me intimidaba, pero a la vez, me fue dando una sensación de paz, calma y tranquilidad, con la que me atreví a salir de ella para conocer a los demas pasajeros que viajaban conmigo. Así fue pues, como en el barco conocí a unos jóvenes estudiantes, que, como yo, también viajaban a Paris por estudios. Con ellos, entable rápidamente confianza, lo suficiente como para que uno de ellos sacara de uno de sus bolsillos una bolsa de papel, que puso sobre la mesa del salón donde nos encontrábamos, diciendo – Miren “causitas”, aquí hay para fumar durante todo el viaje, y pasarla “chévere” – luego, mirándome con desconfianza, me pregunto – ¿tú, también fumas? – me lo decía a mí, con algo de desconfianza, porque con los otros parece que se conocían, al menos por el apellido todos ellos se conocen. Vivián en barrios residenciales, mientras yo, era el único de barrio “populacho”, por no decir misio, “San Martin de Porres” barrio que ellos ni lo conocían). La pregunta me hizo titubear, pero, para no desentonar y dármela de experimentado, conteste – ¡Sí! – aunque yo, solo había fumado en el colegio, una a dos veces, un puchito de cigarrillo negro, marca Inca o Nacional, y solo por “mono” para probar. Los otros muchachos le contestaron en coro – ¡Y no va a ser! ¡pero si es, de la buena! – a lo que, el anfitrión de la bolsa, replico – Es Barba Roja, colombiana, de Santa Barbara – ¡A caray! – exclame yo, y mi ignorancia fumatérica, casi me deja en ridículo, al preguntar – ¿Son con filtro? – Todos me miraron sonriendo, pensando que yo estaba bromeando, menos mal, que uno de ellos me saco del aprieto, diciendo – Yo, también los fumo con filtro, por eso, siempre cargo conmigo algunos viejos filtros conmigo – y me lanzo uno de sus filtros, que recibí sin entender, ni saber qué hacer con él, peor aún, cuando vaciaron sobre la mesa todo el contenido de la misteriosa bolsa de papel. De ella, solo vi caer hojas de yerbas verdes secas, me dije – Estos son coqueros – pero comprendí mi error, al oír lo que los otros gritaron – ¡Que buena marihuana! – el anfitrión, también puso sobre la mesa, unos paquetitos con papeles para armar cigarrillos, diciendo – aquí tienen para que armen sus tronchos – Todos empezaron a desmenuzar las hojas secas, para ir enrollándolas con los papelitos, y con ellas armar sus tronchos. Yo, no sabía por dónde empezar, pero como buen sanmartiniano, disimuladamente empecé a mirarlos de reojo, para ver cómo ellos lo hacían. La verdad que, para ser la primera vez que armaba un cigarrillo o troncho de esos, no me salió tan mal, pero, otro cantar fue el de fumarlo. Yo nunca en mi vida había visto de cerca, ni de lejos a la famosa “marihuana”. Solo sabía de ella, por las noticias rojas de los diarios o la tele, porque mismo los amigos de mi barrio, tan igual que yo, eran “zanahorias” o novatos, en la materia.
Recuerdo que, cuando me puse el primer troncho entre los labios, al querer encenderlo, casi quemo todo el troncho y mi nariz. Lo peor fue, al aspirar mi primera bocanada de humo, asustado la mantenía en la boca, sin saber qué hacer con ella, solo al sentir que me ahogaba, empecé a expulsarla lentamente, fingiendo que fumaba, aunque de vez en cuando sin querer me tragaba un poco de ese humo. Mientras tanto, los otros jóvenes se retorcían de risa por cualquier cosa. Yo también empecé a reírme, para aparentar estar como ellos decían, “en trance”. Esa primera experiencia con el troncho, me costó pasar la noche entera sentado en el WC de mi cabina, con mareos, vómitos y todo lo demás. El WC y yo, pagamos el bautizo de mi noviciado con esa yerba.
Al día siguiente, no me atrevía a salir de mi cabina, me había atrincheré en ella, pero, para no demostrar cobardía ni ser el hazme reír de ellos, salí sacando pecho, haciéndome el macho a enfrentar al humo, que me pago igual, aunque con menos dolor de cabeza y vómitos. Al tercer día me fue mejor, hasta que se fueron hiendo todos los males de mi encuentro con el troncho, como también el miedo de fumarla, aunque creo que, por algo de temor, e inexperiencia, nunca alcance aquel placer que ellos llamaban “chévere” a pesar de haber continuado con ellos y el humo, toda la travesía del océano Pacifico, canal de Panamá, y el océano Atlántico, durante los 23 días que duro el viaje.
Al llegar al puerto de Le Havre, en Francia, desembarque con la promesa de nunca más volver a tropezarme con ese troncho. Promesa que cumplí a medias, porque en Paris, al empezar a trabajar para pagarme los estudios, (por no ser, hijo de papa) conocí a Michel, un compañero de trabajo, francés, que fumaba más que chino en quiebra, pero de esos cigarrillos negros franceses, Gauloise y Gitane. Este amigo, tenía la costumbre de que, cada vez que encendía un cigarrillo, me ofrecía uno, mismo sabiendo que yo, no le iba a aceptar. No sé si Michel lo hacía por educación o por cargoso. Hasta que, un buen día del invierno parisino, al salir con Michel juntos del trabajo, en el camino hacia la estación del Metro, él, volvió a ofrecerme un cigarrillo, yo, por estar casi como un pingüino por el frio, le acepte, creyendo que, fumándolo, me iba a calentar algo el cuerpo. Al día siguiente, de igual manera le acepté otro cigarrillo, y para no pegarla de conchudo, me vi obligado de comprar un paquete igual de esos cigarrillos, para devolver el gesto a Michel. Con el tiempo, sin darme cuenta, me fumaba casi un paquete diario. Vicio que me duro todo el tiempo que trabajé con Michel (un año), después, seguí fumando, pero cada vez menos, hasta que llegué a fumar un cigarrillo diario, después, uno al mes, o a los meses. Ahora ya llevo varios años sin fumar, aunque a veces, por recordar a los amigos del barco, a Michel, y al troncho, me fumo solo un cigarrillo. (sin moraleja)
Pablo Mendoza
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